En las bolsas hay un pan de queso, tres canillas, una bandeja de jamón, otra de queso amarillo y una garrafa de jugo de naranja. Elvira Romero –nombre ficticio- gastó más de 1.000 bolívares en lo que serán las provisiones para el almuerzo y cena de su hijo, que permanece desde hace siete meses en una de las ocho celdas del Cicpc en El Rosal. No ha tenido ni la primera audiencia en tribunales.
En el año 2011 la muerte de tres reos en la sede, situada en la calle El Retiro, obligó a abrir una investigación que descubrió una red de corrupción que involucraba a funcionarios policiales. De acuerdo con el director del Observatorio Venezolano de Prisiones, Humberto Prado, el calabozo tiene capacidad para 25 detenidos y actualmente hay 170. Luis, el joven que recibirá las dos bolsas que trajo su madre Elvira, es uno de ellos.

Faltan diez minutos para las 12 de este lunes 20 de julio y al menos cinco mujeres (madres y esposas) se acomodan en la fila con las viandas y bolsas de comida. Pero algo pasa. Uno a uno van saliendo los detenidos de la sede y entran al vehículo de traslados. Los gritos de alerta –característicos de los reos en las cárceles- comienzan a escucharse. Uno de los funcionarios del Cicpc se acerca a las mujeres y dice: “Bueno, retírense de aquí, porque cuando las ven a ustedes se alborotan. Hubo una requisa y taparon las cañerías. Ellos echan bolsas plásticas por ahí y dañan todo eso. Ahorita es que llegó el plomero”. El hombre de camisa de rayas blancas y negras, con una chapa policial en el pecho, agrega que las cañerías se revisan una vez al mes.
La hora de recibir la comida se retrasará. Era de 12:00 meridiem a 1:00 de la tarde, pero la repentino avería aplazó la entrega al menos una hora más. De 5:00 pm a 6:00 pm es la entrega de la cena y desayuno del día siguiente. La comisaría no cuenta con presupuesto para darles alimento a los detenidos.

“Allá adentro está una periodista que llegó hace una semana de Táchira. La acusan de terrorista por hacer un trabajo que hablaba del lado malo y bueno del Gobierno. Duerme en una de las dos celdas de mujeres. Hay seis celdas para hombres y dos para mujeres. La número seis es para los policías y funcionarios que tienen privilegios, hay televisión y todo. Hace una semana soltaron a varios y quedaron ocho. En las otras sí hay muchísimos más detenidos hacinados”, dice uno de los empleados del lugar.
Elvira no sabe nada sobre los calabozos donde duerme su hijo. Solo sabe que Luis ahora “parece todo un galán”. Lo ve los miércoles en la tarde, apenas diez minutos, en un mesón largo donde grupos de cinco presos reciben a sus familiares. “Me alcanza para darle un besito, preguntarle cómo está, y ya. Aquí lo tratan bien. En el Cicpc de Caraballeda es peor, según lo que me han contado. Siempre lo veo bañadito”. La mujer vive y trabaja en La Guaira y viaja todos los días a Caracas para alimentar a su hijo, a quien ella declara inocente.
“Él es motorizado y un chamo que iba a cuadrar un rescate en La Zorra –Catia La Mar- le dijo para que le hiciera la carrera. Él no sabía nada, pero cuando agarraron al otro, lo culpó también a él”, relata Elvira. A su lado está Carmen. Uno de sus cinco hijos –el único preso- le grita desde el vehículo: “Mamá, te amo”. Ella le lanza un beso y sus ojos se humedecen. “Ay, este dolor tan grande lo he vivido solo una vez. Me lo quieren culpar de un homicidio. Dios mío, ayúdame”.
En Quinta Crespo está la sede del Cicpc donde atienden casos de hurto y robo de vehículos. De allí se escaparon al menos 18 presos la madrugada del 13 de julio. Pero familiares, que este lunes 20 de julio llevan la comida a sus presos, dicen que “es casi imposible” que abrieran un boquete de una de las celdas sin que los funcionarios se dieran cuenta.
Son las 12: 30 del día y los alrededores del centro policial están totalmente custodiados por efectivos. Una mujer sale de dejarle unas botellas de agua y alimentos a una de sus hijas que está detenida desde hace tres meses por el caso de una presunta estafa asociada a una empresa de vehículos. Otros familiares la acompañan.
“Aquí solo hay dos calabozos. Uno es el vip, como le digo yo, donde hay aire acondicionado y televisores. En el otro están todos los hombres amontonados. Lo mejor que podrás ver ahí es una colchoneta porque casi todos duermen en cartones”, cuenta uno de los familiares que también lleva desayuno, almuerzo y cena diariamente hasta la sede. “Ni siquiera tienen para darles comida”.
Ha logrado ver los calabozos los días sábado, cuando son permitidas las visitas. Solo diez minutos pueden estar los familiares con sus presos, que son esposados a sillas que colocan en una rampa. Al bajar, están las celdas. Las mujeres no tienen espacio. Duermen en el piso, alrededor de los calabozos. “Una de ellas perdió al bebé hace seis semanas. Tenía cinco meses de embarazo. La sacaron al hospital y de ahí no supe que más pasó con ella, pero ahorita está otra embarazada”. A la mayoría de los detenidos no se les ha efectuado la audiencia preliminar.
Humberto Prado subraya que, luego de la detención de una persona, un juez tiene 48 horas para decidir si efectivamente será privado de libertad y, de ser afirmativo, debe ser trasladado a un centro penitenciario. Pero esto no se cumple.
En el informe del Observatorio Venezolano de Prisiones publicado en 2014 se habla de una población carcelaria de 55.007, mientras que la capacidad instalada de reclusión es de 19.000; es decir, hay un excedente de 36.007, que se traduce en 190% de hacinamiento. El retardo procesal, falta de construcción de nuevos centros de reclusión y el uso excesivo de la prisión como sanción casi exclusiva, son señaladas como los detonantes.
Durante el 2014 se registraron 88 fugas de presos de centros de coordinación policial, centros penitenciarios, destacamentos de trabajo y hospitales. En lo que va de este año 2015, la cifra es 102.
Vanessa Arenas / @VanessaVenezia