No lo voy a negar. Yo también vi el Miss Venezuela. Muchas veces. Sobre todo durante mi infancia y buena parte de mi adolescencia. Era uno de esos espectáculos que congregaba a la familia: juntos nos sentábamos frente a la pantalla chica y activábamos, en colectivo, el aparato crítico. Nos fijábamos en el peso de las candidatas, en el andar, en el volumen del cabello y, de manera infaltable, en la extravagancia de los modelos que lucían como traje de gala.

Durante años, estuvimos pendientes de quién llevaría los zarcillos de la suerte. Ése fue, por largo tiempo, uno de los mitos asociados al magno evento de la belleza nacional. Se fijó en el imaginario colectivo –nadie sabe quién la echó a rodar– la idea de que la chica que usara los tales aretes debía ser favorecida por el jurado con la gema preciada: la corona que la volvería por un año soberana entre las bellas.

Lo mejor de ver el Miss Venezuela era la posibilidad cierta de disfrutar, el lunes siguiente, la parodia cortesía de Radio Rochela. En esa parodia no quedaba títere con cabeza: lo mismo se desguazaba a los animadores que a las concursantes y a los artistas invitados. Era una especie de venganza mediática que buscaba, tal vez, equilibrar la balanza con respecto al rating. Era como escuchar a un canal diciéndole al otro te espero en la bajaíta: tú arrasaste con la sintonía el viernes (o el sábado) pero a las 8 de la noche del lunes, ¡toda Venezuela disfrutará la versión grotesca del concurso!

La edad de la inocencia

Con un metro ochenta y cinco, y cincuenta y cuatro kilos, desfila ante nuestros ojos, Miss Fulanita, quien luce con gracia sin igual una espectacular columna de shantung de seda drapeada a altura del busto y acabada en una espléndida cola de sirena, iluminada con el brillo inmarcesible del swarovski traído expresamente de Austria para la confección de esta pieza única, diseñada por Menganejo para resaltar los atributos de esta espectacular morena que hoy aspira a coronar sus sueños de ser reina. Los accesorios salieron del taller de Zutanita y el calzado, como siempre, lleva la firma de Perenceja.

Resuena en la cabeza de muchos la voz de los animadores haciendo esas descripciones tan estrafalarias de unos vestidos que sólo serían usados una sola noche. Para los espectadores, lo peor de todo era poner las expectativas en una niña que no llegaría ni detrás de la ambulancia. “Esa que ganó tiene que ser una hijita de papá y mamá porque Menganita era mucho más bonita”. En los tiempos en que yo veía el Miss Venezuela, el peor de los comentarios maliciosos tenía que ver con una trama de envidias y de celos.

Atrás quedaron los días de la inocencia. Los días en que la venganza secreta era ver patinar a las concursantes ante una pregunta que siempre las tomaba por sorpresa y que nos permitía comprobar, en lo más íntimo, que de nada vale medir un metro ochenta y cinco cuando ni siquiera se sabe si es peor pedir perdón que pedir permiso.

Lejos quedaron los días del regocijo interno cuando una de esas monumentales jovencitas se volvía un etcétera antes de poder fijar posición ante el aborto o la infidelidad. El momento de la pregunta era el más esperado por aquéllas que sólo podían contar con el encanto de su belleza interior. La respuesta fallida –por los nervios o por la ignorancia– era la ocasión reivindicativa: “Yo no tendré ese pelo ni esas tetas, pero al menos sé que el aborto es una solución extrema que podría evitarse si hubiera un ejercicio responsable de la sexualidad”.

Bendecidas y afortunadas

Lo de los vestidos destrozados después del veredicto… Lo de la hartazón de arepas y helados cuando ya se había perdido todo chance de figuración… Las declaraciones de favoritismo sesgado por parte de las derrotadas quedaron atrás como los males peores asociados al concurso de belleza. Ahora cuanto se dice del Miss Venezuela son cosas que asustan.

La reciente polémica puesta en el dominio público a través de las redes sociales le quitó la tapa a la caja de Pandora, y muchas cosas fueron puestas entre comillas. Acusaciones de trata de blancas, de comercio sexual, de corrupción, de relaciones oscuras con personeros del alto gobierno han tendido un manto de dudas y maledicencia sobre un concurso que ha sido históricamente un trampolín para saltar a la fama.

Para nadie es un secreto que ser reina de belleza ha sido más que llevar banda, corona, cetro y ramo. Ser reina, en Venezuela, es ser automáticamente actriz, animadora de televisión, cantante o rostro visible de cualquier organización con o sin fines de lucro. Junto con la tiara, venían los dones del talento. Eso también pasó a la historia. Hoy cada reina, cada aspirante, pasó a engrosar la lista de los sospechosos habituales. Incluso, más de una voz se ha alzado para declarar lo que, en su momento, fueron las prácticas inconfesables que hicieron de cada niña una mujer bendecida y afortunada.

En este mundo de Dios, todo tiene un precio. Todo logro conlleva sacrificios. En eso, todos estamos de acuerdo. Pero una cosa es pasarse ocho meses a punta de lechuga y pesas y otra muy distinta es pasarse el resto de la vida con el peso de las lechugas.

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Las opiniones expresadas en esta sección son de la entera responsabilidad de sus autores. 

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Escritora y periodista venezolana. Licenciada en Comunicación Social y Letras de la Universidad Central de Venezuela. Jefe de la Cátedra de Literatura en la Escuela de Comunicación Social de la UCV....