“Mami, mami, mira el perrito”, dice un niño mientras se suelta de la mano de su madre y corre hacia donde reposa el perro en medio del andén en la estación Chacao del Metro de Caracas. Son las 12:57 del día y el animal –no tan delgado- de una mezcla entre colores blanco y marrón permanece echado con los ojos entre abiertos.

El niño lo acaricia y el canino rápidamente levanta las orejas. Una muchacha se une y comienza a rascarle la cabeza. Pareciera recuperar fuerza y se levanta, lo que coincide con la llegada de uno de los trenes y directo se dirige a uno vagón en dirección a Chacaíto.

“Dios mío, pero ¿quién dejó entrar a este perro?”, se queja una joven mientras se aparta y el  animal se cuela como un pasajero más del metro. Otros ríen y bromean con su presencia. Apenas el tren llega a Chacaíto, lo sacan llamándolo con besitos.

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Atrás queda el mejor amigo del hombre y al vagón ingresa una mujer de pequeña estatura y cabello rojizo, con lunares en la cara. En su mano izquierda lleva una bata blanca, mientras con la derecha presiona la cartera sobre el cuerpo. De inmediato, una pareja de la tercera edad la reconoce y la saluda. La conversación comienza y el tema central es: la carestía.

“Vamos a ver ahora qué le dice el pajarito a Maduro, porque con esta inflación me dan ganas de ponerme a pedir unas moneditas en el metro también”, dice la mujer al escuchar a una señora pedir “una colaboración” en el trayecto de Capitolio – Caño Amarillo.

Es terapista y trabaja en dos clínicas privadas, sin embargo, no le alcanza para pagar el preescolar de su hija que subió a 11.000 bolívares. “Ya no sé qué hacer. Ni ganando cien mil bolívares puedo pagar todos los gastos, la comida”. El hombre le responde: “Solo ganando en dólares, porque todo está dolarizado en este país”.

Un pasajero lucha contra el sueño al lado de la terapista que continúa conversando con la pareja. Le preguntan “cómo está el trabajo en las clínicas” y la mujer no duda en afirmar que hay pacientes “casi muriéndose” que han sido egresados de los centros de salud donde labora, porque “la plata del seguro se va rapidito”.

“Pero es que mira, cada terapia cuesta 70 mil bolívares y ¿cuánto puede cubrir el seguro por más alto que sea?. No rinde. Otra cosa es que no hay medicinas. Muchos pacientes las tienen que traer de Colombia porque no tenemos insumos, y es en clínicas, imagínate. Esto está feísimo”. El joven que cabeceaba finalmente se espabila y suelta un “todo está escoñetao” y se baja en la estación Gato Negro. Detrás va la terapista con su bata blanca en su mano izquierda. “Vamos a confiar en el pajarito”, es la frase con la que se despide de los conocidos mientras les sonríe.

Los asientos azules del vagón extrañamente están ocupados –en su totalidad- por personas de la tercera edad. Esta vez llaman la atención por una razón diferente a la de unos jóvenes sentados donde no les corresponde; los cuatro ancianos van peleando entre ellos. Tres de los viejitos son  “escuálidos”, como los llama la anciana que está al lado de ellos.

“Señora, ¿usted no ve que estamos endeudados hasta los teque- eques? Cuba se llevó todo lo que pudo y así han hecho los demás. Aquí no hay Gobierno, lo que hay es un desgobierno. Mire, como está el pasaje. Y que a 12 bolívares y los choferes lo cobran a 15, porque no hay control de nada. Aquí lo que hay es malandros pa’ regalar”, dice el señor que pide que no lo confundan por usar camisa roja. “No me venga con pendejeras, señora, el rojo es un color universal”.

Cerca de ellos, viaja un niño –de unos 10 años- con su papá. “Papá, ¿por qué los bichitos de agarrarse están rotos? –al referirse a las asas de plástico-. “Bueno, hijo, porque aquí no hay un Gobierno como está diciendo el señor”.

—¿Por quién votaste tu papá?, ¿por Capriles o por Maduro?

—Shhh, cállese. De eso no se habla en el metro.

Vanessa Arenas / @VanessaVenezia

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