I.
Luego de más de tres lustros de gobierno, de dos presidentes, de quien sabe cuántos ministros y viceministros, de veintiún planes de seguridad y sepa usted de cuanta palabrería, este país registra en sus estadísticas (no en las oficiales, claro, para ellas existe el maquillaje o la gaveta), que en los últimos seis años se cometieron 137 mil 088 asesinatos, que en 2014 se cometieron 24.980, esto es, 82 muertes violentas por cada 100.000 habitantes y que Caracas ya es la ciudad más violenta del orbe de acuerdo al record de 122 muertes por cada 100.000 personas. Revela, así mismo que, al tiempo que aumenta, la delincuencia ha adoptado nuevas formas para constituirse y actuar. Diré, para no entrar en detalles, que en los últimos tiempos ha adoptado, incluso con refinamiento, el formato de verdaderas corporaciones criminales.
II.
Hay cosas requeté sabidas, pero que deben que ser reiteradas, pues corren el peligro de morir disueltas en clichés, por ejemplo esa de que el Estado tiene el monopolio de la violencia y que allí radica, en buena medida, su razón de ser. Es bueno reiterarlo, digo, porque en Venezuela tal monopolio no existe, ni siquiera en las cárceles. El uso de la violencia también se encuentra del lado de las fuerzas armadas del crimen. En este sentido, el Padre Alejandro Moreno habla de un Estado paralelo, y no parece faltarle razón.
Hemos llegado hasta aquí ignorando los polvos que nos trajeron a estos lodos que ahora nos aplastan. Me refiero a las disculpas ideológicas (atribuir el crimen al capitalismo y aguardar la llegada del socialismo como solución), a los diagnósticos simplistas (suponer que la pobreza es el detonante de la violencia), a ciertas estrategias equivocadas (negociar con grupos criminales, armar colectivos para defender la revolución o crear las zonas de paz), a la impunidad de nuestros tribunales, a la existencia de cuerpos policiales incompetentes y corruptos y, por citar un último aspecto, a la negligencia frente al narcotráfico. En fin, el tiempo pasó y sobrevino la realidad
III.
Hace algunos días, el Gobierno asomo su iniciativa número 22, para combatir el delito, ideada –a veces uno se pasa de mal pensado–, con objetivos electorales, según es su costumbre en las vecindades de cada evento comicial. Tiene, como siempre, un nombre pomposo -Operación para la Liberación del Pueblo (OLP)-, y está apertrechada por el discurso épico correspondiente, enfocado en la idea de que se trata de combatir a los enemigos de la revolución, interesados en desestabilizar al país. No hay ni la más leve alusión a las causas que nos han dejado las dramáticas estadísticas que recogen la violencia venezolana.
Y, cosa muy grave, la OLP ha sido diseñada para actuar sin cuidar mucho los aspectos legales, como si éstos fueran mero adornito (de paso, cuesta entender que pocos días después el Gobierno anunciara un Plan de Derechos Humanos). La organización Provea describe como se han llevado a cabo hasta ahora los diversos operativos. Señalando allanamientos a conjuntos residenciales y barrios, demolición de cientos de viviendas, desalojos forzosos, detenciones arbitrarias de personas, deportaciones masivas e inconsistencia en cifras y balances ofrecidos por las autoridades, que se suman a la cuestionable actuación de la FANB y a la creciente militarización de la seguridad ciudadana. En fin, piensa uno, el Estado antes ausente, ahora se hace presente, pero a través de sus excesos.
Una parte de la población, atosigada por la violencia, apoya la decisión de combatir el delito a como dé lugar. Pero la historia enseña que estos procederes pasan factura y se revierten incluso sobre aquellos que ahora los aplauden bajo el argumento de había que poner orden, carajo¡¡.
En suma, puestas así las cosas, el ciudadano se encuentra atrapado entre la corporación del crimen y un Estado que ha decidido actuar a su aire, en tono fuertemente represivo y sin cuidar mucho “las formalidades legales”. No es buena noticia para los ciudadanos de este país.