Sobre la palabra, mucho se ha dicho y escrito. Sin embargo, las implicaciones de su empleo rebasan cualquier cantidad de problemas. Desde aquellos que comprometen sentimientos, hasta los que sacrifican compromisos por el sólo hecho de aparentar lo imposible. Incluso, de aniquilar la verdad en nombre de petulancias a las cuales les endilgan cualquier denominación que sirva para encubrir oscuros contenidos y engañosas intenciones.

El ejercicio de la política, se apoya seguidamente de la palabra para disfrazar pretensiones que sólo buscan allanar el mayor espacio político -necesario o suficiente- para desde el mismo, dominar la escena que mejor pueda servir de pantalla a mentiras y disimulos.

Si bien debe aceptarse que la palabra es liberadora de estigmas marcados por palabras adornadas por intereses manchados de atraso o crueldad, también deberá reconocerse que la palabra encadena actitudes. De esa forma, se hace del sonido necesario para desviar verdades y convertirlas en imaginarios bastimentos que apuntan a embaucadores compromisos.

Por eso quienes desde la praxis política actúan con prevaricación y alevosía, buscan con grosera flagrancia desvirtuar la concepción de lo que la palabra, en su etimología más depurada, envuelve. De ahí que debajo de discursos latosos, de los que se vale la política minúscula para proponer situaciones ficticias propias para ilusos, la palabra carece del sitio que la acoge como instrumento de creación o de construcción de un mundo mejor.

Y es que en dicho zarandeo lingüístico, se halla disimulada la brecha entre las palabras que salvan, y las palabras que gustan. Y es que la micropolítica, política de coyuntura o aquella que se sirve del populismo, de la demagogia, del autoritarismo o del totalitarismo para manifestar su tendencia fascista, tiene en su esencia el ardid o la malicia necesaria para mentir y traicionar a su propia naturaleza.

Palabra acicalada

El discurso presidencial que resonó ante la 73 Asamblea de la Organización Naciones Unidas celebrada en el salón de la Asamblea General en la ciudad de New York, fue tristemente un capítulo de “más de lo mismo”. Tal vez, “peor”. Por cuanto, la palabra adornada con explicaciones que sobran por recalcitrantes, insidiosas o machaconas, se descubre a si misma toda vez que deja ver el tono de su hipocresía. Y fue lo que vieron los ojos del mundo.

Un discurso cuyo acicalamiento, lejos de asentir el carácter de una ideología política que se preciara del respeto que podría habérsele brindado, de haber sido otras las realidades imperantes, simplemente fue objeto de impugnaciones que corrieron de todos los rincones del mundo político. Objeciones motivadas en la careta que sirvió para encubrir la verdad de una realidad que, como la venezolana, se ve asediada de violaciones de derechos humanos que se traducen en actos de barbarie en contra del sentido democrático que, en otra situación, operaría como estructura constitucional.

Y es porque en el fondo, dicha perorata presidencial se convirtió en un contradictorio traje para vestir de apariencias y falsedades el terreno político, económico y social sobre el cual camina, peligrosamente y a duras penas, Venezuela. Sólo fueron estiradas palabras que pasaron como briznas de paja al viento.

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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.

Profesor Titular ULA, Dr. Ciencias del Desarrollo, MSc Ciencias Políticas, MSc Planificación del Desarrollo, Especialista Gerencia Pública, Especialista Gestión de Gobierno, Periodista Ciudadano (UCAB),...