Aunque parezca mentira, a estas alturas del juego  ya cuesta un poco escribir de Miguel Cabrera. Digamos que escribir algo realmente “novedoso”. En los últimos cuatro años, ningún atleta venezolano ha estado expuesto en los medios locales e internacionales, más que el pelotero de los Tigres de Detroit. Una exposición plenamente justificada por el hecho simple de tener Cabrera como escenario, las grandes ligas. Para colocarlo en su justa dimensión, las ligas mayores son en sí mismas, un reducto elite. Pues bien, Miguel Cabrera forma parte de la elite, de esa elite que son las grandes ligas.

Treinta años atrás, tal vez menos, que en las ligas mayores hubiese un pelotero nacido entre nosotros, tuviese ribetes de estrella entre las estrellas de las ligas mayores, para los aficionados y los periodistas venezolanos, casi era una utopía. Es probable que se tratara de cierto atavismo derivado de un complejo de inferioridad ante la omnipresencia estadounidense, y hasta de otras latitudes diseminadas en el área del Caribe como Cuba y Dominicana, en estrictos términos beisboleros. Pero vaya uno a saber.

Cualquiera medianamente enterado pudiera estar preguntándose, ¿y Luis Aparicio, con sus malabarismos en el campocorto, acaso no es el único pelotero nacido en Venezuela en el Salón de la Fama de las ligas mayores?  ¿Y Andrés Galarraga, cómo es que ahora lo vamos a enviar al cesto de la basura, luego de aquellos años memorables años en la década de los noventa, cuando llegó a ser el máximo jonronero e impulsor de carreras en la Liga Nacional?  Es cierto, pero Miguel Cabrera es otra cosa.

Pudiéramos apelar a esa prueba casi infalible que son los números para explicar el porqué de ese punto de vista monumental. Solo que hay ciertas sutilezas que evidencian el talento del jugador que nació en Maracay en 1983. Convenimos que se trata de una percepción a la que se tiene acceso a partir del conocimiento que se tenga del béisbol. No obstante, no cuesta mucho apreciarlas. Durante la transmisión de los encuentros por televisión, tómese unos minutos y aprecie a Miguel cuando está parado en el home, listo para hacer lo que mejor sabe, batear.

En primer lugar, notará en su lenguaje corporal, una confianza en sí mismo poco común en un medio tan competitivo, donde esa postura juega un papel fundamental en aras del éxito. La seguridad también la exhibe desde sus gestos. En cómo mira al lanzador contrario. En cómo balancea amenazante el bate. Uno queda con la convicción de que no hay nada que él no sea capaz de hacer. Y conste, que nada tiene que ver si falla o no el lanzamiento.

Enseguida viene el sumo del espectáculo: cómo ataca la pelota. Como todo aquel que se estime de bateador con mayúsculas, observe cómo nunca le quita la vista a la pelota, ni siquiera en el instante final en que le pega con el bate. Es un proceder obvio, a nada se le puede pegar sino se le está viendo. Pocas veces, por no decir ninguna, luce descompuesto al hacer el swing. Incluso, así no consiga tropezar la bola. Es el máximo distintivo de una habilidad que exige una perfecta coordinación de vista, brazos muñecas y manos que además envuelve la capacidad de dirigir la esférica hacia cualquier parte del campo. Y cualquier parte significa también, más allá de las gradas. Destreza que se traduce en que no “existe” un punto débil al que el pitcher que tiene enfrente pueda recurrir para neutralizarlo.

No se trata de una apreciación virtual, pero todo lo que se diga de un bateador, así se trate de Miguel Cabrera, carecerá de sentido si no tiene una manifestación tangible en las estadísticas, y en el valor más considerado en el juego, la regularidad. En el bateo podría traducirse en conectar un imparable en cada tres turnos al bate. Y es en este punto, donde el toletero derecho adquiere dimensiones inconmensurables.

Podríamos evocar sus tres coronas de bateo consecutivas en la Liga Americana entre 2011 y 2013. Solo otro bateador derecho lo ha hecho en la historia de la Americana, Nap Lajoie entre 1901 y 1904. También podríamos citar su triple corona en 2012 cuando fue el líder de la liga con 44 jonrones, 139 carreras empujadas y promedio de .330. Una hazaña que los aficionados no disfrutaban desde 1967. Sin embargo, nada comparable a su regularidad. Y ahora el cuarto título de bateo.

Cabrera llegó a las grandes ligas en 2003 con los Marlins de Florida. Desde entonces, y con lo hecho en los 119 encuentros de los Tigres en la presente temporada, exhibía un promedio por cada campaña de 31 cuadrangulares, 111 rayitas impulsadas y un average ofensivo de .321 puntos.

Si decidiera retirarse en este instante, las puertas del Salón de la Fama se abrirían de par en par para darle la bienvenida.

Foto: Cortesía FansShare

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