Hubo una ciudad que tuvo un sistema de Metro que era orgullo nacional y modelo de funcionamiento mundial. Era Caracas. Una ciudad que a ritmo de modernidad ofreció a sus habitantes no solo una mejor forma de transportarse sino de comportarse. Esa ciudad está en Venezuela, un país que se decía para querer y sigue diciéndose, no así del Metro.
En los años 90 del siglo pasado, hace poco, y el comienzo de este, usar el Metro de Caracas era una grata experiencia, no solo por su eficiencia, el mantenimiento y buen diseño de las estaciones, la higiene en los vagones, la amabilidad de su personal, de los pasajeros unos con otros. Normalito, pues. Como debe ser.
Pero había una peculiaridad en el Metro de entonces: La gente de Caracas, como de otras partes del país, siempre ha sido un poco insurrecta, irreverente. Aquello de la viveza criolla ha permeado a todos los sectores del país históricamente. Independientemente del nivel educativo de la gente, no nos gusta, nos cuesta entrar por el carril. Si podemos, violamos las normas y si no podemos, también. Eso que los sociólogos llaman anomia, en nosotros es lo normal. Pero en el Metro, cosa rara, era distinto.
Al descender al Metro dejábamos arriba, en la superficie, al insurrecto que llevamos por dentro. Bajo tierra nos comportábamos como debe ser: respetando las normas, respetándonos unos a otros. Normalito, pues.
Ese buen comportamiento de la gente en el Metro de Caracas era raro pero explicable: había un conjunto de normas explícitas, bien divulgadas, fáciles de entender y también de cumplir. El sistema te ofrecía cómo y con su buen funcionamiento daba el ejemplo.
Además, había un ojo vigilante que al menor desliz, el parlante lo hacía saber: “el señor de la franela verde y bolsa plástica en la mano, favor bajar el pie de la pared”. Al oír esa voz, todo el mundo se revisaba internamente a si mismo. Chequeaba cómo iba vestido, qué llevaba en la mano, y, no fuera a ser, movía, aunque fuese un poquito el pie. Se vigilaba pero casi no había necesidad de castigo. La gente fue internalizando las normas, las respetaba porque veía el resultado en el buen funcionamiento del sistema.
Pero con el cambio de administración y concepto de cómo deben ser las cosas que ha imperado en el país en lo que va de siglo, el sistema, no solo del Metro, comenzó a fallar.
Los andenes, otrora espacios solaces, de espera tranquila, como en cualquier Metro del mundo, se transformaron en campos abigarrados donde reina la ley del más fuerte. La gente, a pesar de cansada y hambienta se coloca en posición de lucha al abordar el tren o para salir de él. Va al campo de batalla. Golpes van y golpes vienen. La ciudadanía, la solidaridad, el respeto pa´l carajo. Robos a granel.
Además de la larga espera por la insuficiencia de trenes, hay vagones que circulan como cámaras de gases (no venenosos, al menos), el sudor hace llorar las cabezas, las espaldas y los cuerpos. Algunas mujeres se abanican con lo que tengan en la mano. Los hombres estoicos. Muchos niños lloran.
En forma sorprendente aquella norma higiénica de no permitir alimentos ni bebidas en las instalaciones del Sistema, se relajó y una sarta de mendigos y vendedores ambulantes lo invadieron ante la vista ciega de las autoridades. Empezó a oler a mafia.
Ahora, en el Metro, no solo se permite el consumo de alimentos y bebidas de todo tipo sino que incita a su consumo. La red de vendededores ambulantes del ya no tan nuevo sistema vende que comer en forma de chucherías. Eso produce basura dentro y fuera de los vagones que sumada a la carencia del servicio de aseo diario, hacen del espacio algo insalubre y asqueroso a la vista.
Una calamidad
Mención aparte, por lo que representa, merece el producto más vendido y consumido en la actualidad en los vagones del Metro de Caracas: caramelos y chupetas. Azúcar. Eso amaina el hambre. En los vagones muchos chupan chupeta, afuera también.
Otros consumidores, ante la imposibilidad de llevar a casa pan o cualquier otro alimento para los muchachos, llegan con caramelos, algo que les mate el hambre. Quizás algunos mueran por desnutrición con la lengua pintada de azul o de rojo, según el sabor de la chupeta que chuparon. Serán otros muertos de la revolución.
Los pedigueños, con los más inverosímiles males e historias, no paran con su discurso memorizado. En tiempos de devaluación no piden dinero. “Pan, algo de comida, lo que ustedes me puedan dar”. Pocos dan porque pocos tienen.
El Metro de Caracas más que un medio de transporte se hizo una calamidad rodante. Todo el mundo lo detesta, habla mal del Sistema pero, a la vez, ante el colapso de otros transportes públicos, es imprescindible.
El Metro, como los otros servicios públicos del país, la economía, la calidad de vida, la moral se desplaza lentamente, produciendo chirridos, agotamiento, desesperación y desesperanza.
A pesar de ello, la gente en Caracas, en Venezuela, necesita desplazarse intentando llegar a un mejor destino
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