China es la segunda economía del planeta y está en vísperas de convertirse en la primera superando a los Estados Unidos de Norteamérica. Tiene la mayor población registrada en poco más de mil cuatrocientos millones de seres humanos que conviven en su extenso territorio superior a los nueve millones de kilómetros cuadrados, más su diáspora que está presente en la mayoría de los países occidentales. Estos tres elementos conjugados (economía, población y territorio) le dan una importancia geopolítica sin parangón en este siglo.
Hasta ahora, su diplomacia ha sido extremadamente cautelosa e interrelacionada con otros actores globales en búsqueda de afianzar sus condiciones comerciales y productivas para “crecer” sustentablemente por varias décadas. Esta filosofía de acción soportada en el ancestral juego del “Go” y en las máximas confucianas le permitió recuperar Hong Kong y Macao de la Gran Bretaña y Portugal, respectivamente, sin recurrir a procesos bélicos. En esta misma línea de acción pretende recuperar Taiwan no importa que sea dentro de treinta años o en un siglo. Así es su dinámica: crecer, posicionarse y afianzarse cada vez aumentando la extra-territorialidad que le garantice un impulso geoestratégico para colocar sus excedentes de producción.
Con su peso económico cada vez demanda más energía. Para ello, su histórica animadversión hacia la Rusia Soviética se ha ido diluyendo con el tiempo para dar paso, a una relación de carácter “estratégico” con la Rusia de la era Putin. Siendo así que, hoy por hoy, la mayoría de los gasoductos rusos están construyéndose o apuntando a la frontera con China para brindar una buena parte de su producción petrolera y energética en general a la potencia emergente del Asia. Frente a esta dependencia rusa de vender sus productos a los chinos, éstos, hábilmente, siguiendo al pie de la letra las recomendaciones de Confucio, han ido cooptando la política exterior de Rusia para alentar sus propios fines.
El ejemplo más contundente lo vemos con relación al conflicto político venezolano. Quien asoma la cara con contundencia es Rusia. Tanto en foros internacionales como en la propia retórica de contraste hacia las posiciones europeas, norteamericanas y de la mayoría de países de Latinoamérica. Rusia es la contraposición diplomática más ruda que ralentiza la posibilidad de una transición política en Venezuela; pero son los chinos los que en realidad usan a los rusos para cristalizar su visión geopolítica y geoestratégica a largo plazo.
Los chinos no miran las condiciones de vida de los venezolanos en la actualidad. No les importa para nada el sufrimiento y la diáspora de una población sometida a la crisis económica más compleja y prolongada de su historia republicana. Solo ven la ganancia del “Go” a largo plazo: extra-territorialidad para afianzar sus mercados en contra de su rival más importante: los Estados Unidos. Por ello, discreta y a veces, secretamente, financian operaciones en Venezuela para trastocar la geopolítica continental y no para beneficiar a la población necesitada.
China necesita convertirse en imperio, pero discretamente. Lo sabe su diplomacia cautelosa y más sabia que Macchiavello. Necesita confundir al mundo para tener la menor resistencia posible. El único país del globo terráqueo capaz de equilibrar la construcción de ese imperio es la India; pero aún está en paños menores para ser un gigante económico. Las próximas tres décadas vamos a ver la recomposición geopolítica y multipolar más compleja en la historia de la humanidad y Venezuela es hoy la pieza que está siendo utilizada para iniciar ese proceso. Esperemos que la cordura de nuestro liderazgo impida que el sufrimiento sea mayor.
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¿Se trancó el juego en Venezuela?