Dicen y desdicen en las redes comunicacionales que recién falleció Raúl Amundaray, uno de los grandes actores dramáticos de la televisión y teatro del siglo pasado en Venezuela.

Raúl Amundaray acaparó admiración, respeto y afecto del público básicamente porque no hizo de su vida privada un espectáculo; se limitó a hacerse valer por su cualidades histriónicas, su don de ser.  Murió el eterno Albertico Limonta, el de la telenovela El derecho de nacer, a pesar de los múltiples personajes que representara.

Raúl fue mi vecino en Cerro Grande, el primer superbloque que se construyó en Caracas, situado en El Valle, el antiguo Valle, no el que es ahora.  Sobre ese edificio escribí un libro de memorias aún no publicado. Cerro Grande, una mirada al inicio de la Modernidad en Caracas, se titula.  Raúl, muy posiblemente, nunca supo que fuimos vecinos. No tenía porqué.  Yo, sí y así lo refiero en el libro:

“Sin duda, nuestro vecino (en Cerro Grande) más famoso, más visto, más admirado, más codiciado por las mujeres, no solo en Caracas sino en el país, era Raúl Amundaray o Albertico Limonta, el protagonista de la popular novela El derecho de nacer cuando la llevaron a la televisión.  Raúl entraba al ascensor del edificio y las ocupantes querían que se quedara trancado. Él sonreía. Siempre sonreía”.

 

La muchacha de Cerro Grande que a Raúl Amundaray, no Albertico Limonta, más le gustaba en la vida real era Sarita. Eso se decía en el edificio. Era bonita, dulce, suave, sonriente. A pesar de eso no se le vio en los concursos de reina o madrina de los equipos de beisbol o bolas criollas del edificio, ella estudiaba Medicina. Una de las pocas muchachas vecinas que iba a la universidad. Raúl y Sarita eran lindos, según las señoras, las muchachas, en este caso, por envidia, no lo decían tanto de ella, pero sí, de él.  Al ascensor llegaban,  Sarita con sus libros de Anatomía fisiológica en el brazo y un suéter color pastel sobre sus hombros, y  Raúl, con bufanda de seda al cuello y zapatos de gamuza vinotinto, como los de los príncipes de cuentos de hadas. Por ese entonces, los hombres no usaban zapatos de colores y menos medio peludos pero mamá decía que él sí porque era artista y salía en televisión.

Un día, muy temprano, Sarita salió sonriente, como siempre, para la playa en su Ford Thunderbird verde claro y techo blanco, uno de los pocos carros de ese modelo que había en el país.  Nunca supe con quién fue de paseo pero con Raúl, no.  Al día siguiente, Sarita volvió al edificio en una urna blanca. Poco después, una grúa trajo el Ford Thunderbird verde claro con el parabrisas destrozado y el techo blanco aplastado y lo dejó en su puesto del estacionamiento.  Lo vi, desde el balcón, con mis ojos nublados.

Para enterrar a Sarita la vistieron de novia porque estaba lista para casarse con Raúl. Blanca, pero no radiante, iba la novia, como años después cantara Antonio Prieto.  El velorio fue en el apartamento 6-33, donde vivía ella con su mamá y toda novia debe salir de su casa con velo y corona.  Raúl, a pesar de ser hombre lloró mucho junto a las señoras del edificio. Yo, también. Calladito. Me gustaba mucho Sarita. Nunca se lo dije porque yo no podía aspirar a competir con Raúl pero la lloré como a una novia muerta.

Al día siguiente, el cortejo mortuorio bajó mucho más lentamente que otros cortejos por las escaleras del edificio, no porque se tratara de una novia sino por el gentío y el llanto colectivo que dificultaba el desplazamiento.

El Ford Thunderbird verde claro, ya sin techo blanco, quedó varios días más en el estacionamiento hasta que una grúa se lo llevó; dejando un gran vacío en todos, sobre todo en Raúl, o Albertico Limonta, y en mí, que yo sepa.”

Quizás, a Raúl le hubiera gustado conocer ese episodio narrado desde la memoria de un adolescente que después quiso hacer literatura. No hubo tiempo. Ojalá lo lea Teresita, su hermana, reina del carnaval de Cerro Grande en aquellos tiempos de esplendor. La recuerdo bonita, como las reinas de fantasía.  Sonriente como el hermano ya fuese en el papel de Albertico Limonta, el hijo de la vergüenza, del conde Drácula o, simplemente, cuando tomaba un ascensor, pasaba por un pasillo y decía buenos días.  Todo un señor.

Chapeu, aplausos, Raúl.  Si no te has muerto, mejor.

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8 los primeros 8, ni uno más!

Leoncio Barrios, psicólogo y analista social. Escribidor de crónicas, memorias, mini ensayos, historias de sufrimiento e infantiles. Cinéfilo y bailarín aficionado. Reside en Caracas.