El otro día, mientras trabajaba en casa, vi salir de su habitación a mi hijo menor, quien estudia tercer año de bachillerato. Eran las 9 AM y le pregunté qué estaba haciendo. Me respondió:

—Papá, estoy en clases de física, voy a buscar agua.

Así, natural, sin ningún tipo de “pasmo”, Andrés, arrastrando sus patas largas, en unas cholas de esas de futbolista, dentro de un cuerpo desgarbado en el que ya no cabe, propio de sus 15 años. Por donde se fue regresó nuevamente arrastrando los pies, macilento, con expresión de fastidio y un pote plástico lleno de agua, y se encerró nuevamente en su cuarto, a seguir escuchando, viendo, sintiendo, sufriendo, disfrutando  —y qué más sé yo—, las clases por computadora.

Hasta ese momento, en el que miré al chamo aislarse, para seguir con su formación académica regular, no había visto con claridad e infinita tristeza, la gravedad de que puede significar para un muchacho, el no vivir la experiencia escolar presencial. Tener como aula un espacio de la casa, y como compañeros de clases “imágenes y voces de plástico” tras el monitor de una computadora, dado por el surrealismo pandémico que nos obliga a aislarnos, debe tener algún tipo de consecuencia.

Fugaz

Como  sabemos, la adolescencia es una etapa pasajera y compleja, en la que los adorables mocosos abandonan la magia de la niñez, y pasan muchos fenómenos y cambios, para convertirse en adultos independientes, si tienen suerte. Y digo, “si tienen suerte”, porque  en algunos casos nunca maduran ni se vuelven adultos. Además, en nuestro país, donde “pelamos más bolas que ratón en saco de clavos”, ser independiente no está ligado a la madurez, sino a la suerte, ya que la posibilidad de irse de la casa paterna  y mantenerse uno mismo es cada vez más utópica.

Lo cierto es que en la montaña rusa, que corre entre la niñez y la adolescencia, se suscitan todo tipo de cambios, tangibles e intangibles. Deformidades y reformas en el físico, olores, sabores y colores, que hacen que de dulces criaturas, pasemos por una etapa en la que nos parecemos y comportamos como los “aliens”, esos largos y cabezones que inventó Hollywood, para después volvernos guapas y guapos jóvenes adultos.

Más allá de la apariencia, los cambios más notorios están relacionados con la personalidad. Según los expertos refieren, los adolescentes toman distancia de los padres, a quienes dejan de idolatrarlos como superhéroes, para buscar nuevos referentes de identidad, especialmente en los amigos, así como en íconos sociales, artísticos, deportivos, influencers, y casi cualquier figura que les inspire alguna identificación actual o que les sirvan de ilusión futura. Poco a poco, van rompiendo el cordón umbilical simbólico que los une a los padres, y se vuelven contestones, desafiantes, oposicionistas, distantes;  percibiendo a sus figuras parentales como algo caduco, raído, repetitivo y tedioso, incapaz de entenderlos.

Es normal, en este sentido, que los chamos busquen refugiarse en sus amigos, sean buenas o malas juntas, pues son ellos los únicos que comprenden lo que les está pasando. La adolescencia se convierte en una obligatoria excusa filogenética para estrechar el vínculo con amigos y adaptarse a un nuevo grupo de pares presentes y futuros. De lo dicho, la trascendental importancia del continuo y hasta intenso contacto con los panas.

Tele-adolescencia

¿Cómo estará afectando el aislamiento de los amigos a los adolescentes durante esta pandemia?

El hecho de no asistir al liceo, ni poder compartir con sus compañeros, obviamente implica una ruptura de las naturales relaciones interpersonales, necesarias para poder elaborar la pérdida de la niñez. Queda solo en el imaginario individual, en las cyber-relaciones o en los muchachos de la cuadra, la única posibilidad de tener amigos que los acompañen en su tránsito a la adultez. Una adolescencia truncada por el aislamiento puede conducir a posiciones regresivas o parálisis en la niñez, o contrariamente, a una adultez precoz.

A esto se suma la incertidumbre de si las prácticas educativas a distancia, contingencias obligadas por la pandemia, realmente pueden suplir la educación presencial.

Pobres adolescentes

En el contexto COVID-19, el gobierno ha exhortado al uso de herramientas tecnológicas que permitan el estudio a distancia en todas las etapas educativas. Paradójicamente, debido a la pobre inversión en los sectores de telecomunicaciones y tecnológico, puede asegurarse que Venezuela es hoy el país con la peor conectividad de América Latina y una de las peores del mundo. Además, dado el dramático incremento del precio de las tarifas de datos y telefonía móvil a principios de 2020, de más de 1500%, tan solo un 40% de la población tiene hoy acceso a navegación por internet.

Por otra parte, equipos como ordenadores, tabletas y teléfonos inteligentes, que en el país se cotizan por encima de los precios internacionales, solo están en manos del 30% de la población. Si sumamos a lo dicho la inestabilidad del servicio eléctrico, bien podemos presumir como está siendo la educación a distancia de la mayoría de nuestros jóvenes. Parece que sólo para los ricos, la educación a distancia, podría ser es una opción viable.

Los adolescentes pudientes paralizan su adolescencias por no estar en contacto con los panas, y a medias, atienden sus necesidades educativas, con los recursos tecnológicos a los que sí tienen acceso. Los adolescentes más pobres, quizás están en contacto con más amigos en la cuadra, en el barrio –con el riesgo sanitario que esto conlleva—, pero amputan su formación por no contar con los medios mínimos requeridos para una educación a distancia. Graves y tristes problemas ambos, y sin una salida clara a mi entender.

Por ahora, mi hijo Andrés, con cyber-educación y cyber-amigos, sigue arrastrando sus soledades con sus patotas y cholas de futbolista por la casa.

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