¿Qué hay después del “apaga y vámonos”? Así le escuchábamos decir a Ernesto Jerez en ESPN cuando el legendario cerrador panameño, Mariano Rivera, era el encargado de terminar en el montículo algún juego de béisbol. Pero hoy parece ser también una frase que define en buena medida al panorama general para el deporte venezolano.

La salud de los proyectos a largo plazo en Venezuela está peor que deteriorada. La capacidad de planificación, los esfuerzos por cambiar rumbos y la institucionalidad de las organizaciones deportivas son ahora apenas fantasmas de un pasado que no tiene asomos de reeditarse. La crisis política y general que vive el país desde hace años no hizo sino absorber al deporte nacional y condenarlo a paupérrimas condiciones generales, símiles de un país arruinado.

Cuando corría noviembre, me llamó la atención leer un testimonio del medallista de oro olímpico en esgrima, Rubén Limardo, quien hoy hace vida en Polonia. Rubén, una de las más prominentes figuras deportivas de nuestra historia, parece arrastrar aún las precariedades de ser un atleta con la convicción de mostrar nuestro amarillo, azul y rojo ante el mundo.

El esgrimista mostraba una nueva faceta, esta vez como repartidor a domicilio en las cercanías de  Varsovia. Una bicicleta, un bolso y un tapabocas adornan al antaño mejor esgrimista del mundo, destinado a vivir los embates del Coronavirus en una cultura y profesión aún extrañas para él. No obstante, su historia se pierde (aunque haga más ruido) entre tantas otras notas atenuadas del talento deportivo nacional que han sido embestidas por una crisis nacional perpetuada y una pandemia completamente descontrolada.

Los pilares de las ruinas

Entre los (ahora pocos) atletas nacionales que reciben subsidios por representar al país en competencias internacionales de distintos deportes, a una considerable mayoría se les ha pasado por alto a la hora de asignarles recursos, y muchas veces esa “razón” corresponde a la trascendencia del deporte que practican, su categoría o, también a veces, su género. No obstante, las motivaciones políticas también se pronuncian descaradamente en este comportamiento indiferente y negligente de las instituciones deportivas nacionales. Algunos de estos atletas, de hecho, no logran recibir ni $30 mensuales.

Los grises se han ido oscureciendo con el paso de cada año, muy a pesar de los espejismos que hemos podido celebrar en hitos como el subcampeonato mundial sub 20 de fútbol de nuestra Vinotinto juvenil en 2017, o de distinciones tan importantes como la de la gran Yulimar Rojas como la atleta del año en 2020. Sí, espejismos que se celebran y deben celebrarse, pero jamás tratándose de reflejos de gestiones integrales y con real ahínco en hacer de nuestro deporte una referencia global.

La respuesta casi siempre parece apuntar hacia afuera de nuestras tierras, y ni siquiera con eso parecen haber garantías de éxito para nuestros atletas. Con instituciones corrompidas y desinteresadas de cumplir con mínimas condiciones para el adecuado ejercicio del deporte en el país, no es de extrañar que la primera reacción de cualquier atleta sea apagar las luces y poner los pies fuera de Venezuela. A veces, incluso, sacrificando su carrera por otras necesidades.

A veces estas historias se narran con relatos desgarradores de travesías a pie, familias dejadas atrás o semblanzas de terribles momentos de dificultad, pero suelen dejar una nota positiva que evidencia la capacidad de superación de jóvenes y adultos que abandonan el país para cumplir con sus sueños. ¿Pero qué nos deja además? ¿Es necesario enarbolar la adversidad como nuestra nueva bandera? ¿Por qué han de pasar estas cosas cuando en esto no consiste la naturaleza del  deporte?

Todo esto: la supervivencia, el brillo esporádico en medio del declive general, la naturalizada precariedad y la lucha contra la adversidad, son síntomas de un mal que ya parece haber envenenado a Venezuela en una escala generacional.

La perpetuación de lo absurdo

Poder recurrir a innumerables historias para dibujar el desolador panorama del deporte nacional desde años recientes es, por sí solo, lamentable. Pero hace falta recurrir a algunas de esas historias para entender la profundidad del daño en una generación de deportistas que sólo quieren dejar en alto el nombre de su país.

Un ejemplo emblemático para comprender el patrón de comportamiento de las instituciones en el país es la Federación Venezolana de Fútbol (FVF). La Federación ha sido una entidad mancillada y golpeada por escándalos y escenarios insólitos que contrastan, irónicamente, con un avance considerable de las selecciones nacionales de fútbol. Sin embargo, este segundo fenómeno se da bajo el marco de un exhaustivo aprovechamiento del talento disponible y por la resiliencia de quienes han querido superar las adversidades que este país ofrece desde hace cuantiosos años.

No obstante, parece que ni estos éxitos, completamente aislados de la dirección que lleva la gestión de la Federación en los últimos años, han hecho corregir el rumbo a una institución que este año, incluso, ha tenido que ser “intervenida” por la FIFA, organismo rector del fútbol mundial. Y, aun así, parecen perpetuar los males de las gestiones pasadas, con prácticas desleales, nula transparencia y conductas que han inquietado a sus partes interesadas más trascendentales.

Uno de estos casos a los cuales hacer referencia es el de Richard Páez, entrenador de la selección de fútbol de Venezuela durante la primera década del siglo. Tras unos pocos meses de gestión de una nueva junta normalizadora de la FIFA, Páez señala que la Federación está apegándose a los mismos hábitos y que concurre en decisiones polémicas por una evidente situación de quiebra e insostenibilidad, sin una estrategia definida para cambiar el rumbo, y con una preocupante falta de mano interventora por parte de la FIFA.

Parte de lo señalado por el profesor Páez resume en cuestión el fenómeno reinante del deporte nacional: la perpetuación de lo absurdo y su normalización en Venezuela. Si acostumbramos a nuestros atletas, equipos y toda parte interesada en el deporte a desgastarnos con la adversidad, antes de tener un enfoque sostenible y promisorio, el daño se hará más profundo y nos desviaremos del principal asunto en cuestión: progreso.

Podría considerarse oportuno, mas no prudente. Podría pensarse, pero quizá aún no habría fortaleza para decirlo. Pero si no hay un viraje que corrija nuestro rumbo, cada atleta venezolano no tendrá otra opción más allá que apagar e irse.

Juan Pablo Romero es un entusiasta del derecho deportivo y del marketing digital, dedicado a la difusión de opiniones sobre el acontecer del mundo del fútbol desde una perspectiva organizativa

Este texto forma parte del Dossier de opinión 2020 de Efecto Cocuyo, puede leer la publicación completa aquí.

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