Los túneles se han convertido en una "atracción" para los niños de zonas aledañas Credit: Iván E. Reyes | @IvanEReyes

Es un reto comenzar estas líneas tal vez por la parte más difícil: reafirmando una máxima antiquísima guardada en las Sagradas Escrituras que no pulula hoy en el ambiente, pero que desde el Medio Oriente fue proclamada a la gente y se fue regando poco a poco por el mundo desde hace casi dos mil años. 

“El que quiera salvar su vida, la perderá; quien la pierda por mí y por la Buena Noticia, la salvará”. La dijo Jesús de Nazaret a sus discípulos en una ocasión en que viajaba hacia la ciudad de Cesarea de Felipe. Y, salvando las distancias, la sugirió de otro modo un ateo de esos que nos conectan con Dios: Mario Benedetti en su poema No te salves.

La propongo porque es una máxima que invita a la libertad radical, indispensable para que hombres y mujeres avancen auténticamente hacia el horizonte de vida digna que anhela cada ser humano.

Atados a los propios esquemas y convicciones de manera dogmática, luchando por la sobrevivencia propia hasta pasar incluso por encima de los demás, y cerrados al diálogo y a la construcción con el otro, pretendiendo así “salvarnos” en un contexto de progresivo deterioro, profundiza dicho deterioro. Ahí está la trampa.

La frase en cuestión es rica para un análisis que no haremos acá. Podríamos revisar detenidamente los términos “querer”, “vida”, “salvación”, “pérdida”, “por mí” o “Buena Noticia”. Pero, al no pretender una exégesis, nos quedarnos con la invitación que esta frase hace a vivir la liberalidad.

Estar dispuestos a perder la vida por otra persona, o por un proyecto que busca vida digna para todos —aunque sea un planteamiento contracultural— no deja de ser una invitación que coloca a la persona en una dinámica de profunda libertad y liberalidad; que la saca de su propio interés y la mete en el mundo de vida de los otros, dando y ayudando desde lo mejor de sí. Esto es perder para ganar.

Me valgo de esta frase bíblica porque, en cierto modo, traduce lo que es experiencia cotidiana para muchos venezolanos que permanecen en Venezuela trabajando —a veces inexplicablemente— por sobrellevar o cambiar la dura realidad que nos golpea diariamente como pueblo. No están pensando en un “yo” sino en un “nosotros”.

La pandemia por el Covid-19 impactó negativamente la vida de la humanidad. Más de 1 millón 600 mil fallecidos y más de 73 millones de contagiados. Muerte, padecimiento, confinamiento, distanciamiento, desconfianza, frustraciones, desequilibrios.

Pero en el caso venezolano la pandemia llegó en un contexto de empobrecimiento progresivo y de quiebre en distintos ámbitos de la vida (político, económico, social, cultural, espiritual). Los detalles del momento oscuro los conocemos muy bien, tanto dentro como fuera del país. No vamos a ahondar en ellos para no llover sobre mojado y  —por el contrario— para dedicar unas líneas a esos elementos de la realidad que oxigenan la esperanza de quienes seguimos creyendo que Venezuela es un país posible.

Solo diremos algo respecto de la pandemia en el plano nacional: conocer la verdadera realidad es prácticamente imposible, pues la misma ha sido utilizada políticamente y a conveniencia. Hoy los venezolanos sabemos que la información oficial se queda corta en relación con el alcance real de la pandemia; que la aplicación de pruebas PCR y PDR, por ejemplo, son un gran misterio; que muchos fallecidos no han entrado en las estadísticas oficiales y que muchos contagiados nunca fueron atendidos médicamente, por decir lo menos.

Pero a pesar de la pandemia, y del proceso de descomposición que ya venía afectando a Venezuela, existen en nuestra realidad elementos que permiten pensar que es posible levantarse de “la derrota”, como describe Luis Ugalde —ex rector de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB)— el momento actual venezolano.

Durante la crisis sanitaria distintos actores sociales han buscado e invertido recursos —materiales e inmateriales— para abrir espacios de vida digna para la gente; han apostado, saliendo de sí, e intentando construir con los otros; no se han dejado envolver por la trampa del “sálvese quien pueda”, lógica muy presente en la realidad venezolana actual.

Donar alimentos, ropa y medicinas; fabricar y regalar tapabocas, guantes y combos de bioseguridad para profesionales de la salud; abrir espacios virtuales formativos y recreativos han sido solo algunos de los gestos de solidaridad encarnada que se han evidenciado. Lo bueno que nos constituye está ahí, operando.

Pero esas acciones para afrontar la pandemia no surgieron de pronto. En Venezuela,  miles de venezolanos hacen un gran esfuerzo, desde hace años, por levantar el cuello una y otra vez para no ahogarse en el mar de adversidades en el que estamos nadando.

Entre 2017 y 2018 periodo cuando el hambre nos gritó a todos en la cara— la UCAB con el apoyo de decenas de organizaciones venezolanas, llevó a cabo un programa llamado Reto País en 11 estados venezolanos y en el Distrito Capital. En casi 120 ejercicios prospectivos, centenares de venezolanos participaron para construir un horizonte compartido de país y para definir acciones que permitieran avanzar hacia ese horizonte. Grosso modo dijeron que querían un país que funcionara. Con hambre, se atrevieron a dibujar un sueño y una ruta de acción.

Pero hay más. En plena pandemia, más de 100 Organizaciones de la Sociedad Civil (OSC) que hacen vida en casi todos los estados del país abrieron espacios virtuales como parte del proyecto SCERE, para formarse y fortalecer los diferentes modos asociativos existentes entre ellas. Con cortes del servicio eléctrico, falta de gasolina, hiperinflación, dolarización, falta de cobertura telefónica, sin gas doméstico, sin agua potable, etc., participaron en todo el proceso formativo. 

No es sencillo porque la gran mayoría está golpeada, pero la esperanza tiene como aliados a profesionales que por su propia cuenta siguen trabajando en y por Venezuela; a líderes locales que no se han dejado tragar por los consejos comunales, instancias de participación local secuestradas por quienes tienen el poder en el país; la esperanza tiene como aliados a gente en la Iglesia católica y en otras iglesias venezolanas, en las OSC, en las universidades, en los gremios, en las escuelas. Pero necesitamos movernos mayoritariamente en una ruta liberadora que trascienda nuestros propios egos e intereses personales; necesitamos escapar de la lógica del “sálvese quien pueda”, que nos ensimisma y entrampa, y entrar en una dinámica abierta, de construcción con los otros, dando nuestro aporte sin pretender imponernos, posibilitando una realidad justa, fraterna, solidaria, productiva y fecunda.

Erick Salomón Mayora es Comunicador Social y religioso en formación.

Este texto forma parte del Dossier de opinión 2020 de Efecto Cocuyo, puede leer la publicación completa aquí.

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