Siempre me asombró que el viejo Cicerón pudiese desmontar, a fuerza de discurso, la conjura que en forma despiadada Catilia y sus secuaces intentaban desarrollar en su contra durante la República Tardía, cuando el primero ocupaba el Consulado. Me asombra porque contrariamente a lo que pudiese esperar, el Senador Romano no se ocupo de mover tropas, de amenazar con el uso de la fuerza o desatar el terror. Le bastó denunciar la jugada, desenmascarar con un discurso genial a los autores de la conspiración para que Catilina escapase de Roma y la gente se pusiese en alerta en contra de quienes pretendían hacerse por la fuerza del poder.
Me encanta el discurso, trato de releerlo cada vez que tengo la oportunidad. Un poco en un ejercicio de admiración por aquel genial orador de la Roma Antigua y un poco por oxigenación mental. Cosa absolutamente necesaria en un país en el cual la vacuidad del discurso público le deja a uno el alma en aridez. De allí que uno no tenga más remedio que sentirse preocupado ante la imposibilidad de construir el futuro si no se define con claridad y se hace pública la ruta que nos lleve desde esta situación de desmoronamiento republicano en la cual nos encontramos hasta ese momento luminoso al cual aspiramos.
Ciertamente nos encontramos ante las tinieblas de una noche oscura. Nos encontramos ante un país que no luce viable. En el cual nos morimos por la violencia, o por la imposibilidad de conseguir medicinas, o ante una situación de escases que es vergonzosa en un país petrolero con un ingreso como el que el erario público ha recibido en las últimas dos décadas. Se trata de la oportunidad perdida, de los recursos despilfarrados, de los manejos perversos e interesados de lo público. Ante esta situación tan grave uno apenas escucha algunas críticas reiteradas o unos intentos de solución que no rebasan los límites inmediatistas del populismo.
Es difícil mantener la esperanza cuando uno no se encuentra con ideas de largo aliento. Hay gente que cree que la política se limita a ganar elecciones y desde allí a adelantar ese ejercicio pernicioso de la repartición de los recursos del Estado en las bacanales de utilitarismo postelectoral. Los venezolanos nos hemos acostumbrado a validar el Sistema Político bajo un estatuto utilitario y no en base a una valoración moral. De allí que las grandes mayorías se comportan como clientes y no como ciudadanos. Acá de lo que se trata en esta coyuntura particular es de reconstruir nuestro tejido moral, de llegar, por ejemplo, a acuerdos mínimos acerca de las concepciones sobre de lo Justo y de lo Bueno a partir de lo cual se piensa reconstituir el acuerdo colectivo.
No es posible luchar en contra de la criminalidad, pongamos un caso, si no tenemos suficientemente claro cuánto valoramos la vida humana, qué pensamos de la propiedad privada, cuales son los criterios para la creación y la repartición de la riqueza, qué significa redistribuir con equidad o cuáles son los rangos de oportunidad que se les otorgaran a los menos privilegiados. Definir cómo debemos educar a nuestros hijos, cuál es el ciudadano al cual aspiramos, cuál es la concepción que tenemos acerca de nuestros héroes históricos, cuál es el papel que juegan en este momento y dónde esperamos estar en el futuro, son asuntos demasiado importantes en la medida en que son los únicos que pueden determinar la consistencia de nuestra sociedad, el ánimo de avanzar juntos en la misma ruta, la posibilidad de desmontar la trampa de la violencia que se ha ido activando en nuestro país en los últimos tiempos y que todos hemos sufrido.
Entonces, uno aspiraría que más allá de la lógica inmediatista, más allá de ese vedetismo caribeño y frívolo que nos encanta, empecemos a ser serios en algún momento. Salir de esta trama de incoherencias que nos ha dejado esta revolución de los absurdos, pasa por reconstruir el tejido republicano, por apelar al valor público, por recomponer los espacios de la ciudadanía. Es necesario establecer un discurso público para la crítica del otro, pero también para la crítica de uno mismo, para la reflexión sesuda, para la búsqueda de alternativas.
Confieso que me aterra que me hablen de cambiar -y yo creo que debemos cambiar- sin decirme para dónde es la cosa, cuál es la propuesta. Hace falta un giro de timón, pero no un salto al vacío. No es tiempo para apuestas, es necesario tener claridad en los objetivos trascendentes no solo en los inmediatos. Es imprescindible que empecemos a conjugarnos en futuro, a pensar en serio los contenidos de un proyecto nacional viable más allá de la chequera petrolera, otra cosa es perdernos.