En las últimas décadas, la democracia venezolana ha sido vapuleada por todos los frentes, y hoy tenemos un país entero que sufre un período de nulas libertades y tóxica convivencia, lo cual nos ubica en el renglón de los países con los peores niveles de bienestar y respeto a los derechos humanos (con cualquier indicador de referencia que quiera utilizar).
Y esta situación no se logró en un abrir y cerrar de ojos, sino que fue la consecuencia de un resbalamiento gradual hacia el irrespeto de las normas del sistema democrático. En otras palabras, creímos que no teníamos que someternos a las reglas y al imperio de la ley, puesto que eso solo eran obstáculos necios que perjudicaban la construcción de la sociedad ideal, por lo tanto, menospreciamos las formas y hoy soportamos la muerte de la convivencia armoniosa, la derogación del desarrollo económico y la supresión de cualquier expectativa medianamente consoladora.
Sin duda, la democracia tiene sus enemigos y lamentablemente es muy frágil. Esta afirmación se ha constatado en diferentes estudios de investigación de ciencia política y la fuerza de los hechos recientes en diferentes lugares. En efecto, basta que sintonice el noticiero o lea algún diario para que note cómo diariamente se amenaza con destruir cualquier marco democrático, porque algunos siguen estimando que ese asunto de las reglas y las mediaciones institucionales son una piedra en el zapato para cualquier deseo personal (aunque, otros lo camuflan engañosamente como colectivo).
Así pues, el país fue convencido de que lo mejor era tomar el cielo por asalto, pero esto terminó como usualmente lo hace: un secuestro en el infierno. Sobraban los ejemplos, sin embargo, no nos sirvió de mucho la evidencia internacional y elegimos no robustecer a las instituciones que tenían la responsabilidad de protegernos de estos desvaríos, dado que la voluntad de una persona interpretaba todo mucho mejor que la sujeción a las normas y el imperio de la ley.
Ciertamente, la democracia no se pierde en un estornudo, sino que va flaqueando progresivamente al naturalizarse distintos comportamientos nocivos. Por ejemplo, cuando se acepta a la violencia para alcanzar determinados fines; cuando creemos que el respeto a las libertades es algo que debe darse por descontado; cuando nos presentan ofertas paradisíacas sin preguntarnos cómo se financia eso; o cuando se instala un discurso polarizante que clasifique a ciudadanos de primera, segunda o tercera en función de la ideología que represente.
En definitiva, no fuimos capaces de cultivar disciplinadamente la delicada planta que simboliza la democracia. Y hoy, precisamente en su ausencia, es cuando más la echamos de menos. Y también, por estos días nos damos cuenta de que tal vez pudo haber sido más fácil cuidarla, que ahora recuperarla. Por estas razones, les digo: eso de la democracia es una tarea diaria, porque nunca deja de estar amenazada. La protección sostenida y cotidiana de sus principios es el mejor regalo que podemos darle.
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