Las realidades dejaron de ser las que caracterizaron la época de precarias industrializaciones de inicios del siglo XX y más atrás. Ahora las realidades son distintas. Su dinámica hizo la vida del hombre, más difícil. No tanto porque las oportunidades se hicieron más concurrentes y, por tanto, groseramente competitivas. Sino porque la vida se desenvolvió de manera desordenada. Ahora, la vida ya no permite avanzar en línea recta. Actualmente, se avanza en virtud de las complicaciones. O sometido a ellas.

Pero lo más interesante de todo, es lo que permea cada nivel o grado de desarrollo de la vida propiamente. Lo que configura su denominador común. Y no es nada más, que la palabra. La palabra actuando como instructivo de vida.

Es ahí donde la palabra le da sentido al milagro de la creación. De la transformación que ocurre en el ser humano desde el mismo momento que adquiere conciencia de su vitalidad. Por eso la palabra tiene la suficiente fuerza para edificar vida. Pero también para complicarla. Y hasta para destruirla. 

Sin embargo, la palabra se emplea no sólo para la comunicación. Igualmente, para fundamentar el conocimiento. Para consolidar el saber. Incluso, para manipular, torcer o desarreglar los intereses y necesidades que soportan la vida humana.

La palabra se ha tornado distinta. Dependiendo del contexto en el que se utilice, tiene tantos significados como los que ordenan y permiten las circunstancias. O sea, las realidades. Por eso, hoy día las realidades son disparejas. El profesor Peter Drucker, de la Universidad de California, EE.UU., explicaba que estas realidades son diferentes de las cuestiones sobre las cuales siguen escribiendo libros y haciendo discursos los politiqueros de oficio, los economistas de profesión y los hombres que, por vocación y convicción, se dedican a los negocios. (Tomado de su libro Las Nuevas realidades, Editorial Norma, Bogotá)

Prueba de ello, es la irracionalidad sobre la cual se presume el manejo de la palabra con el dispendioso propósito de convulsionar lo que acontece alrededor de la vida del hombre. Precisamente, para favorecer cambios no muy prestos a construir un mundo mejor. Más solícito. Más colaborador. Menos controversial. Aunque estas realidades se han hecho víctima fácil de la palabra vacía. O de la palabra cargada del resentimiento que corroe actitudes y corrompe aptitudes.

La palabra es ahora un recurso de la demagogia. De la demagogia prestada a la usurpación de los sentidos. Prestada a la ambigüedad, a partir de la cual se construyen los equívocos que conducen a abonar el camino de las falacias. De las falsedades. 

Y como ciertamente decía Robert Burton, escritor británico del siglo XVII, “una palabra hiere más profundamente que una espada”. Pues he ahí, el peligro que de lo anteriormente explayado puede deducirse. Así que no es desatinado, desconfiar de las palabras. Más, cuando se arrogan el poder de ser vehículo del pensamiento. Particularmente, luego de tenerse claridad sobre lo que cualquier palabra lanzada al viento -sin el mayor cuidado- es capaz de generar. O sea, confusiones y tropiezos de todo tipo. 

Razón tuvo el novelista y periodista francés, Ferdinand Crommelynck, para escribir: “toda palabra que libera, igual encadena”.

De ahí que luce necesario cuidar su empleo. Pues la palabra, muchas veces, actúa como cómplice de cualquier desavenencia, cuyo efecto es capaz de enmarañar los hilos que movilizan el mundo. 

Comprender lo contrario a lo que ha sido el basamento de esta disertación, podría calificarse como una ventana. Una claraboya que permite ver al descubierto lo que encubre cualquier expresión que se corresponda con postulados de la pedagogía de la ignorancia.

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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.

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Profesor Titular ULA, Dr. Ciencias del Desarrollo, MSc Ciencias Políticas, MSc Planificación del Desarrollo, Especialista Gerencia Pública, Especialista Gestión de Gobierno, Periodista Ciudadano (UCAB),...