El concepto de “revolución” cayó en la desesperanza. Ni siquiera, la teoría política, ofrece mucho por ella. Más aún, cuando las realidades históricas contemporáneas han dejado ver cuánto se ha empobrecido la praxis revolucionaria. Ya Simón Bolívar había dicho que “quien sirve a una revolución, labra en el mar”. No tanto por lo que sus ejecuciones han significado de cara a las circunstancias que dicen provocar las realidades problematizadas. Sino fundamentalmente, por lo que implica su advenimiento como hecho político.
Poner en marcha una “revolución” requiere no sólo de emociones que hablan de ofrendar la vida humana por la causa política en juego. O por la que se apuesta. Es un problema de cultura política. Asunto éste que pocos saben cómo encauzar.
Muchos suponen que una “revolución” surge de una coyuntura política caracterizada por el reclamo popular ante un paradigma, casi siempre, retrógrado. O ante un dogma empobrecido a consecuencia de los cambios exigidos por la dinámica social-económico-política. Y reconocer una realidad así, movilizada por exigencias de tan severa caracterización, no es sencillo.
Por esta razón, las revoluciones conocidas históricamente han sido exposiciones de ideologías engendradas, fundamentalmente, por la violencia. De ahí que Ernest Hemingway, reconocido escritor norteamericano, se atrevió a decir que las revoluciones, tal y como se han conocido, “(…) son una purga; un éxtasis que sólo prolongan la tiranía (…)”.
El problema que comporta Venezuela es que ingresó al siglo XXI con la excusa de sobrellevar el desarrollo nacional en lo que se conoció como: Socialismo del siglo XXI. Es decir, el nicho político del cual se valió el régimen que ocupó el poder desde entonces para seducir al país con el cuento de la “revolución bolivariana”. Que no ha sido tal revolución. Ni tampoco, nada que se iguale a lo que envuelve cualquier antónimo que exalte el significado de “edificación o construcción de una sociedad”. Fue un régimen entregado al parlamento excesivo. Y pocas acciones.
Entrada la tercera década del siglo XXI, el país se convirtió en un desorden caracterizado por una ingobernabilidad y una ausencia de gobernanza. Ambos problemas, de insólito tamaño. La crisis que vino perfilándose con extrema incidencia, adquirió una categoría que magnificó la tragedia que se padecía. Todo se convirtió en caos de pronunciada magnitud. Una “emergencia humanitaria” situación ésta que jamás se había alcanzado en Venezuela. Pese a que los siglos XIX y XX, no fueron tiempos de placidez.
Lo que más brilla es porque sólo carencias detentan.
En un repaso hecho a la historia política universal es difícil encontrar una experiencia revolucionaria que haya logrado su propósito. Es decir, alguna “revolución” que haya conseguido romper (definitivamente) con esquemas del pasado. Particularmente, aquellos afincados en prácticas obscenamente repudiables debido a su condición represiva u opresora, inhumana o sanguinaria.
En la actualidad, la noción de “revolución” traspasó las fronteras del barbarismo. Ahora busca conceptualizarse en el contexto del civilismo democrático. Del enfoque humanista, tanto como desde una óptica respetuosa y digna del hombre libre y su desarrollo.
Cualquier repensar del terreno de la política en el mundo actual, especialmente a la luz de las “revoluciones” habidas, desciende en el punto en el que la relación entre política, violencia y libertad, si bien tiene una importancia capital en la perspectiva del análisis político, su praxis sólo apunta a situaciones de confusión y miseria. O sea, se dirige a retomar condiciones en las que no hay espacio para armonizar el valor de la libertad ante el significado de la violencia. Aún, cruzando el terreno de la política.
En consecuencia, cualquier intentona de petulante corte “revolucionario” revela de antemano el fracaso determinado por las implicaciones que arrastra la violencia en su ejecución. No es poco inferir pues que, de cualquier esquema revolucionario, es casi seguro que sus resultados sólo alcancen crudos cuadros de inestabilidad que no conducen a los cambios, que en su esencia supone el tratamiento de transformación perseguido a instancia de objetivos plausibles y comprometidos de cara al progreso.
Por tanto, la situación final a la que por ello se llega, cual es el caso Venezuela, podría decirse que apenas iguala la condición de lo que envuelve una “revolución” cuando habla en demasía. Es decir, la situación de una “revolución” que luce embrollada. Y que en su comportamiento se atasca entre palabras sin fondo. Por eso se habla de que en Venezuela la revolución es hueca. Sin forma. Razón por la cual, es una revolución “sin contenido”.
***
Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
Del mismo autor: El síndrome del error reincidente