No llevamos pelota, ni patinete, ni bicicleta. El mismo sol que salió inclemente al menos 43 de los 46 días de confinamiento amaneció esquivo justo hoy, el día en que se permitió a los niños que viven en Madrid salir a la calle. Para mis hijos de doce y cuatro años las nubes eran la menor de sus preocupaciones, a las tres de la tarde estaban vestidos y listos para su primer paseo. Que sea lo que Dios quiera.
Y Dios quiso sol. Los nubarrones se apartaron de pronto. Reaprendimos a usar las piernas. Dos pasos fuera de la reja, en el jardín del edificio las rosaledas están todas a punto y le pido al mayor que vea una enorme rosa roja del tamaño de su cara -se atrevió a florecer antes que el resto- y me detiene, dulce pero en seco: mamá, el cielo primero.
Levantó la cabeza y su carita blanca se bañó de sol. Ha llevado el encierro tranquilo y resignado pero mirando hacia arriba y sin un techo encima se le acentuaron unas ojeras tan desconocidas como esta primavera. Fue una fracción de segundo en la que el golpe alado del sol resumió todo: el cansancio, el miedo, el disgusto y la incertidumbre con la alegría, un solaz incontenible, con las ganas y el logro de un abrazo. No habíamos dado un paso, pero el sol, el cielo y la brisa nos dieron el trofeo ganador.
Yo quise llorar al primer cruce de la calle. En el Hospital La Paz de Madrid, a menos de 300 metros de nuestra casa han fallecido cientos de personas afectadas por el coronavirus. El piso estaba cubierto de semillitas de los árboles como pequeños papeles resecos, sepia y redondeados, una alfombra de botones vegetales que parecen el pasado -como los muertos- pero adentro conjugan la genética entera del árbol que es este mundo. Me recordaron que los que se fueron todavía están aquí y nosotros también estamos, porque de esta tierra somos todos.