
Miguel Ángel Cegarra no es un joven normal. Cuando tenía 7 años le diagnosticaron una rara, pero, prodigiosa condición, luego de una consulta al otorrino: un oído absoluto. Lo que para algunos suena como ruido, para él suena como notas musicales. Hoy, 22 de noviembre, en el Día del Músico, con casi 17 años y con callos en los dedos por las seis horas diarias que dedica a practicar el violonchelo, el venezolano continúa sus estudios en Nueva York y sueña con volver a tocar junto a la Orquesta Sinfónica de Venezuela y Gustavo Dudamel.
“Está ungido por Dios”, le dijo el maestro José Antonio Abreu a Rafael Cegarra, padre de Miguel Ángel, tras la primera audición del joven. Nacido en Caracas, de su madre no solo le quedó la pasión por la música, sino el amor por el violonchelo. De pequeño, todos sus juguetes eran instrumentos: maracas, tambores y pianos.
Sus canciones infantiles preferidas eran entonadas por su madre, quien tuvo una carrera como violonchelista. “Se quedaba viéndome y no se movía hasta que no terminara. Me cansaba yo primero de tocar que él de escucharme a mí”, cuenta Karla Monsalve, la mamá.
A partir de ese momento, y de la curiosidad de querer tocar un instrumento el triple de su tamaño, a los dos años recibió su primer violonchelo, que parecía más bien un violín de lo pequeño que era. Desde entonces, no ha dejado de tocar. Ni en días feriados ni por las clases.
Tiene una prueba irrefutable de su disciplina: una marca por encima del estómago que se le forma a todos los que tocan este instrumento con rigurosa regularidad. Siempre ha sido el más joven en todas sus clases: en promedio, los músicos jóvenes tienen entre 19 y 22 años. Miguel Ángel, 16.
A pesar de que ha tocado para el presidente francés, Francois Hollande, y se ha montado en escenarios en países como Canadá, Puerto Rico, España y Alemania, este joven confiesa que su concierto favorito lo dio en Venezuela, en el Teresa Carreño, cuando tenía 10 años. “Siempre tuve el sueño de subirme al escenario con Gustavo Dudamel y la Orquesta Sinfónica”, dice. No tenía nervios porque la ilusión los superó, también porque sabía que iba a mostrarle su trabajo a sus amigos y familiares radicados en varias partes del país que fueron a verlo.
El hecho de formar parte del Sistema Nacional de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela lo llevó a muchísimos escenarios. Uno de ellos fue en Québec, Canadá, donde conoció a uno de los profesores de su chelista favorito, Gautier Capuçon.
“Mis padres, emocionados, le dijeron al maestro Philippe Müller que yo quería ver clases con él. Luego de varias audiciones, él preguntó que cuáles era mis posibilidades de mudarme a París para poder asistir al conservatorio donde él trabajaba. Querían esperar un tiempo a que terminara el año escolar, pero el profesor Philippe dijo que lo ideal era ir en ese momento”, recuerda. Para ese entonces, tenía 11 años.
Los padres de Cegarra decidieron dejarlo todo en el país para ir a la capital francesa, con el clima y el idioma en contra y con otro hijo, Rafael, seis años menor que su hermano. Todo un esfuerzo del que no se arrepienten.
Sin una palabra de francés al principio, Miguel Ángel entró en el Conservatorio de Aulnay-sous-bois de París, donde culminó sus estudios con la más alta calificación. Una vez, de sorpresa, le dijeron tres días antes que tenía que tocar para Francois Hollande en Le Palais de l’Elysse, la residencia presidencial. En ese momento, más que los nervios, otros pensamientos lo tenían ocupado: “Tuve que salir corriendo a comprarme un traje adecuado para la ocasión”, afirma.
Su relación con Philippe Müller fue más allá de París. Tras la jubilación del profesor y chelista francés de cuatro de los conservatorios donde trabajaba, este se decidió mudar a Estados Unidos, donde continúa enseñando en el Manhattan School of Music (MSM). Miguel Ángel audicionó para entrar al MSM con una competencia de cerca de mil participantes. Fue aceptado y, hasta la fecha, suma ya más de cuatro años de trabajo con uno de los mejores profesores en el mundo.
Detrás las partituras, siempre fue el más joven en las orquestas y recibió clase de los mejores profesores, incluso de Yo Yo Ma. Durante la visita del chelista francés a Venezuela, el joven se presentó a una audición para ver clases con el músico. Para aplicar, debía competir con gente de todas las edades y diferentes países.

“Recuerdo que tenía 10 años en ese momento. Mi edad no me favoreció porque a todos nos hicieron tocar para un jurado detrás de una cortina. Al día siguiente, me llamaron para decirme que me habían seleccionado. Yo era el más joven de un grupo de 20 personas aproximadamente”, relata.
Sin embargo, de todos los cumplidos que el chelista venezolano recibe los que más aprecia vienen de su maestro francés, Philippe Müller. “A veces solo me dice que hice un buen trabajo o que toqué bien. No parece ser mucho, pero cuando lo expresa sé que lo dice francamente”, afirma.
Su mayor defecto es su perfeccionismo: a veces dedica más entrenamiento a partes específicas de las piezas y no todas quedan con la misma calidad.
Los nervios siempre lo acompañan, pero antes de salir, calienta sus dedos tocando partes de las piezas y visualizándose en el escenario. “Me veo entrando, saludo al director o a la gente, me siento, tomo el chelo y empiezo. Imagino cada momento y trato de pensar en cómo voy a hacerlo todo para que cuando de verdad lo haga, sienta que lo estoy haciendo una segunda vez, que ya lo hice anteriormente y que no es tan malo”, expresa.
A pesar de que el Carnegie Hall, en Manhattan, y la Casa Blanca, en Washington DC, sean dos de los lugares en los que más le gustaría tocar, dice que le gustaría volver a Venezuela y poder enseñar a otros músicos. Ni estando en París se separó de Venezuela, porque los cuatro diciembres que pasó allá comió hallacas con su familia.
Desde Nueva York, lamenta que su comida favorita, la cachapa, no sea tan famosa en las calles como la arepa. “Desgraciadamente nadie la ha exportado para acá, no he conseguido ningún lugar”, comenta entre risas.
Después de vivir en EEUU y en Francia, asegura que las cosas que más extraña del país son la gente y el clima. Aún así, luego de tocar en salas de concierto en las más importantes ciudades del mundo, de ver clases bajo la tutoría de los mejores profesores y de los callos y las seis horas mínimas de disciplina diaria, Miguel Ángel sigue practicando para convertirse en solista. “Es complicado vivir y trabajar el violonchelo, porque el violonchelo se lleva toda la vida”, concluye.