Tumeremo saltó a la opinión pública de un día para otro. Del lugar “de paso”, para quienes van a la Gran Sabana y a Brasil, se convirtió en el pueblo de los 17 mineros asesinados, una tristemente célebre popularidad.
La historia ya es conocida, cómo fue, qué hicieron y quienes cometieron el asesinato; sin embargo, poco se conoce del perfil personal de los fallecidos. Durante el entierro de 10 de los 17 asesinados sus familiares aseguraron que fueron muertes injustas, que ninguno estaba metido en bandas o mafias.
En Efecto Cocuyo pudimos obtener los datos más íntimos de cuatro víctimas. Cuatro familias decidieron a hablar promovidas por la tristeza de la desaparición de su ser querido, pero indignadas por estar a merced, una vez más, de la voluntad de “El Topo”.
“Yo tengo miedo, El Miguelito, el sanguinario que trabaja con el Topo vive aquí, a cuadras de donde estamos. Él o su gente me puede ver hablando contigo, pero estoy cansada de todo esto. Mi vida vale, pero la del pueblo entero también”, dijo una de las tías que declaró detalles de su sobrino asesinado el pasado 4 de marzo cuando ocurrió la masacre.
José Gregorio Nieves Aguinagalde

Este muchacho tenía uno de los apellidos más comunes en Tumeremo. Allá todo el mundo es Aguinagalde. Nació el 23 de julio de 1990. Era un muchacho alegre, “ un echador de broma”, según confiesa su tía.
Aunque tenía escasos 26 años, se emparejó temprano. Su lema era “yo no voy a tener hijos hasta que tenga mi casa propia”; sin embargo, José Gregorio vivía en concubinato con una dama que tenía cuatro hijos, a quienes criaba con gusto.
En diciembre, José Gregorio se vio obligado a irse al “Kilómetro 30”, un sitio cercano a Tumeremo, donde la población va a comprar alimentos a precios más exorbitantes de lo que se venden en el pueblo.
Aguinagalde trabajó todo diciembre en una licorería para poder comprar los juguetes y los estrenos de sus hijos postizos. Además, su mamá hizo hallacas y bollos para vender y sacaron buena ganancia en aquel lugar. Nunca pensó que sería su última navidad.
“Quizás su defecto es que era muy sincero y lo que sentía te lo decía te gustase o no”, relata la tía.
Cristóbal Heredia

El 11 de marzo de 1991 vio la luz de la vida, es decir, que no llegó a cumplir 25 años, pues aunque el 11 de marzo de este año aún su cuerpo no había aparecido, la masacre lo tomó por sorpresa el 4 de ese mismo mes.
Era fanático del fútbol y específicamente de la Vinotinto, siempre quiso comprarse una camisa original del equipo, aunque por lo que costaba nunca pudo.
Heredia fue uno de los cuerpos más llorados en aquella cancha del Barrio La Caratica, en Tumeremo, cuando por 30 minutos sus familiares, vecinos y amigos le dieron el último adiós.
Trabajaba para ayudar en su casa. Era el que mayores ingresos llevaba, aunque no le gustaba que le llamaran el “cabeza de familia” porque al final era el menor de siete hermanos.
Cristóbal era bastante tímido, siempre hablaba con la cabeza abajo. Su familia cree que la separación de sus padres pudo incidir en esta personalidad. “Dejó de estudiar en primer año por el impacto del divorcio. Cuando su papá se fue de la casa, él le daba golpes a la pared y se lastimaba la mano”, contó una prima.
Vivía en la casa de su suegra y no tenía hijos con su pareja actual, quien nunca imaginó que aquel 4 de marzo Cristóbal no le agarraba el teléfono, ante sus insistentes llamadas, porque estaba muerto.
José Armando Ruiz Montilla

Este bachiller, un logro para su familia, nació el 13 de agosto de 1987. Con 29 años era minero de dedicación exclusiva. Desde que se originó la bulla en Atenas se iba todos los días a trabajar allí.
Dejó a seis hijos. Los primeros cuatro con su primera concubina y los otros dos (de 7 y 10 años) con la que tenía al momento de morir. “Esa era la forma para sustentar a su familia. Aquí en Tumeremo todo es caro y es lo único que da tanto dinero para mantener a una familia”, cuenta su tía.
Pero José Armando quería algo más. Hace casi nueve años se inscribió en el Instituto Universitario de Tecnología del Mar, una universidad que está en las afueras de Tumeremo como quien va al Fuerte Tarabay, justo a donde las autoridades llevaron su cuerpo descompuesto tras el hallazgo. El veinteañero no pudo seguir con sus estudios por falta de recursos. El instituto es público y además está aliado con la Fundación La Salle; sin embargo, era necesario que saliera a buscarles el pan a sus primeros hijos.
Era parrandero, amiguero, siempre de buen humor. Quizás eso explica que tras la separación con su primera pareja hayan quedado como amigos, sin mayores inconvenientes. Justo a ella fue a quien le dio el presentimiento de que algo malo le había pasado el 5 de marzo, cuando parecía que la tierra se los había tragado. A él y a otro 16 más.
José Gregorio Romero

A los 13 años, José Gregorio sabía qué necesitaba: dinero. Por eso abandonó el segundo año de bachillerato, por la minería, la cual practicó hasta el último día de su vida. Nació el 1 de mayo de 1995 y con apenas 21 años iba y venía de las distintas minas. Era conocido en La Caratica, porque allí vivió siempre.
Su mayor ilusión era su hijo, que apenas tiene 7 meses de nacido. Vivía con su concubina en la casa de la suegra, pero aspiraba a alquilar una propia este año porque “el que se casa, casa quiere”, decía.
José Gregorio sonreía en cualquier ocasión y le gustaba compartir con los vecinos. Entre sus aficiones estaba jugar fútbol a mitad de la calle donde vivía.
Junior Romero

El pasado 4 de marzo Junior le telefoneó a su primo José Gregorio, para encontrarse juntos en el centro de Tumeremo e irse a la mina Atenas. Esta rutina la repetía desde que dejó el tercer año de bachillerato, donde era alumno sobresaliente. Pero Junior necesitaba dinero y su familia también.
Antes de ser adulto, este joven se casó. Hace nueve meses se volvió a enamorar, esta vez de Sebastián, su hijo que el día del entierro lució una camisa con el rostro de su papá.
A Junior no le gustaba salir mucho. Era bastante casero según dice su propia tía quien lo crió junto su papá, porque la mamá de este minero murió hace ocho años.
Su prima, con quien se crió toda la vida, fue la última en verlo y en escucharle hablar. “Voy y vengo en la tarde”, dijo aquel viernes fatídico.
Junior nunca volvió.