En la Alemania de los años veinte florece el arte. Cine, plástica, literatura, teatro, arquitectura, tienen notables exponentes. Hendrick Höfgen es un comediante de Hamburgo que con otros amigos funda un Teatro Revolucionario para llevar el arte a los obreros. Sin embargo, como todo joven actor, soñaba con la fama y el estrellato, con la posibilidad de triunfar en Berlín, la gran capital, y de ver su nombre en letras luminosas en las grandes marquesinas del Teatro Nacional. Tenía a su favor tres grandes cualidades: el talento, el carisma y la ambición.
Poco a poco fue aprovechando circunstancias que se le presentaron en la vida, relaciones que hizo, especialmente entre damas “bien” a quienes prodigaba sus encantos, amigos que lo apoyaban, gente que reconocía su gran talento actoral. En fin, nuestro Hendrick fue ascendiendo en el competitivo mundo del teatro, y cuando el partido nazi llega al poder en 1933, mediante un golpe de Estado que incluyó la quema del Reichstag (parlamento alemán) y el asesinato de 96 diputados, Hendrick estaba bien posicionado: ya había llegado al Teatro Nacional.
Una serie de golpes de mano, y de suerte, como por ejemplo casarse con una dama de sociedad, su amistad con la amante del primer ministro, y la salida del anterior director del teatro nacional, le allanan el camino a ese cargo que le cae del cielo, como quien dice.
Cuando un jerarca nazi lo entrevista para el cargo –entrevista más bien simbólica pues ya todo estaba decidido– pone su expediente sobre el escritorio y le recuerda que no hace mucho tiempo, allá en el teatro hamburgués donde se inició, puso en escena algunos dramas de orientación claramente bolchevique.
–Fueron pecadillos de juventd, no se preocupe, eso no volverá a ocurrir –argumenta Höfgen.
–Tenga en cuenta la responsabilidad que va a asumir –dice el jerarca nazi–. Este es el Teatro Nacional, aquí se van a representar los grandes dramas germánicos, nada de obras filocomunistas ni decadentes sainetes afrancesados.
Flamante en su nuevo rol de director del prestigioso Teatro Nacional, Höfgen hace gala de su inédito poder. Recorre el teatro de arriba abajo, sólo le falta orinar en cada esquina para hacerlo suyo. Cuando descubre en un camerino unos anónimos panfletos bolcheviques, se afana en hacerlos desaparecer. Tiene el poder de contratar, despedir, subir sueldos, bajar sueldos, decidir lo que se monta y lo que no, premiar y castigar. Es un rey en su pequeño mundo.
Su puesta en escena del Fausto de Goethe es apoteósica, en su papel de Mefistófeles, el taimado demonio que tienta a Fausto para apropiarse de su alma inmortal, se mete en el bolsillo a todo el público que en la noche de gala hace presencia en el Teatro. Con su vestuario y maquillaje aparece en el palco de honor donde lisonjea al ministro nazi, quien asiste junto con su amante, amiga del actor.
Luego vendrá una fiesta en su honor. Höfgen está en la cúspide de su gloria. No puede llegar más alto. El partido nazi lo exhibe como uno de los héroes de la regeneración cultural germánica. El ministro lo felicita por su encarnación de Mefisto, “verdadero héroe germánico” (el ministro ignora, o soslaya, que el Fausto de Goethe –sin restarle méritos al poeta de Weimar– está basado en el Fausto del dramaturgo inglés Christopher Marlowe).
–Todo lo hago por el arte, el arte es lo único que me interesa, no la política –responde Höfgen, muy orondo.
En privado, el actor se entera de que alguno de sus antiguos compañeros comunistas han caído en desgracia. Incluso uno de ellos –judío– se encuentra desaparecido. Höfgen sufre un repentino acceso de conciencia y decide interceder por su amigo. Pide una entrevista con el ministro de cultura y le dice si puede hacer algo por el compañero preso. El otrora amable ministro cambia su compostura y le ladra como la bestia feroz que en el fondo es:
–Que te has creído, mequetrefe, tú eres un simple actorzuelo de provincia. No te olvides gracias a quién estás hoy donde estás. ¡Vete de aquí!
Höfgen se va del ministerio con el rabo entre las piernas, arrastrando su desdicha por los pisos relucientes.
Humillado y ofendido poco a poco se da cuenta de que se ha metido en la boca del lobo. Atrapado en sus propias contradicciones pierde a su esposa, quien se va del país intuyendo el desastre que se avecina. Su amante, una bella mulata, huye a París y allí la visita Höfgen. Ella le arroja en la cara su propia inconsistencia, su nadería: por un poco de poder lo ha perdido todo, la dignidad, el amor propio, la humanidad. Ya no puede ayudar a nadie, ni siquiera a sí mismo.
Höfgen regresa a Alemania y el primer ministro lo llama. El actor acude y se monta en el coche oficial. Llegan a un gigantesco anfiteatro vacío. El ministro grita y su voz se repite en innumerables ecos. El sonido del viento atraviesa las columnas y produce un sonido lúgubre, fantasmal. “¿Qué te parece, Mefisto? Este es el teatro donde haremos la historia”, le dice el jerarca nazi.
Luego le ordena que baje las gradas y descienda a la arena. Unos potentes reflectores lo siguen en su carrera. El actor huye hacia adelante. “¿Qué quieren de mí?”, se pregunta. “Yo sólo soy un actor, sólo soy un artista”, exclama. Pero nadie puede escucharlo. Los reflectores lo siguen, lo encandilan. Poco antes de disolverse en la luz, se da cuenta de quién tenía el realmente el poder y no era él, sino las bestias de presa que al día siguiente llenarían ese anfiteatro con centenares de miles de fanáticos uniformados que proclamarían el Reich de los mil años.
Me viene a la memoria Mefisto, la extraordinaria pelicula de István Szabó que vi hace muchos años, con la impecable actuación de Klaus Maria Brandauer, como una de las alegorías más impecables que conozco sobre la relación entre el poder político y la cultura. Fue ganadora del Oscar en 1982 a la mejor película extranjera y el premio a la mejor película del Festival de Cannes en 1981.
Precisamente en un hotel de Cannes se suicidó en 1949 Klaus Mann, autor de la novela en que se basa la película. Mención aparte merece este gran escritor de cuyo nacimiento se cumplen 110 años en 2016. Mann, hijo del también célebre Thomas Mann, nació en Munich en 1906. A los 24 años ya era un reconocido artista literario. Acaso por su doble condición de judio y homosexual, muy pronto identificó el peligro del nazismo. En 1933, año de la toma del poder por los nazis, se larga a un exilio que duraría doce años durante los cuales sería corresponsal de guerra en España y obtendría la nacionalidad estadounidense para luchar con los aliados y trabajar como redactor de la revista Stars and stripes (Barras y Estrellas).
Tras el final de los combates, en una Alemania devastada por la guerra donde de su casa natal solo quedaban las ruinas, Klaus Mann escribió mucho sobre la actitud de los alemanes que, por comodidad, indolencia o ignorancia permitieron que ocurriera ese ascenso al poder del nazismo y el horror de la guerra.
Mann fue un autor de fama póstuma. Mephisto, que fuera publicada originalmente en 1936 en Amsterdam, no sería reeditada en Alemania occidental hasta 1981, y sólo tras dura batalla legal con los herederos de Gustaf Gründgens, amigo y amante suyo y marido de su hermana, por un tiempo, símbolo de la colaboración y arribismo en el gobierno de los nazis, figura en que se inspiró para crear el personaje de Höfgen
Me parece pertinente recordar esta historia en momentos en que un gobierno que lleva al país hacia el desastre proclama la formación de un Estado Mayor de la Cultura. Y todavía algunos artistas e intelectuales se prestan a formar parte de ese despropósito. Como el ingenuo Fausto le venden su alma a Mefistófeles. Juegan con fuego, olvidando quién tiene la sarten por el mango en este juego perverso. No les vaya a pasar que, encandilados por la luz del poder que atrae a los incautos, se quemen las alas. Ya le ha ocurrido a más de un arribista. El chavismo, que tanto critica a la “cuarta república”, ha heredado todas y cada una de sus taras, incluida la ignominiosa sumisión de los creadores al poder político.