La gente de mi generación se levantó bajo un precepto que era machacado, insistentemente, en la publicidad oficial de la época. Se nos decía que el país estaba condenado al éxito. Así, se nos hacía pensar, yo creo que de manera interesada o estúpida, que vivíamos en el mejor de los mundos posibles. En uno en el cual la renta nos permitiría llegar al futuro sin mucho esfuerzo. Quizás por eso y a pesar de las crisis recurrentes que hemos transitado en los últimos treinta años, los venezolanos no valoramos suficientemente el trabajo como un factor de socialización, ni el esfuerzo creativo como un mecanismo de construcción del espacio colectivo.
Al final de la historia, uno debe reconocerlo, todos estamos esperando un golpe de suerte, una circunstancia que nos permita salir de abajo, una coyuntura que nos lleve hasta la lámpara maravillosa para pedir un par de buenos deseos. No estamos acostumbrados a los esfuerzos de largo aliento, a la planificación seria, a la posibilidad de pensar con seriedad, tomar previsiones, definir una ruta.
Así pasa cuando se construye la percepción de que la renta alcanza para todo, que los pozos petroleros son inagotables, que los reales se reproducen por arte de magia, que Dios proveerá, que alcanza para todo. Al final nos la hemos pasado sentados sobre los barriles de petróleo, sin preocuparnos por el futuro, como si los tiempos malos no fueran nunca a alcanzarnos. La cosa no causaría preocupación si no fuese porque las vacas flacas existen, aparecen de manera recurrente sin que nos demos cuenta.
Es cierto que nunca habían sido tan flacas como ahora. Está claro que nunca habíamos tenido un gobierno tan ineficiente, corrupto e inepto como este. Pero tampoco es verdad que vivíamos en el paraíso. Tenemos la responsabilidad de criticar el presente y evaluar con cuidado el pasado. Tenemos la responsabilidad de pensar con cuidado cuales son los retos que enfrentamos como sociedad. A mí me preocupa, por ejemplo y en particular, esta lógica de desencuentro en la cual nos encontramos, la incapacidad de comprender que nuestro problema principal no es el deterioro de la economía, sino la destrucción de los espacios para la construcción de la convivencia colectiva.
Nos encontramos frente a una lógica violenta que cada día se posiciona más peligrosamente entre nosotros. Allí donde no podemos reconocer al otro se presenta una posibilidad de destrucción de los espacios sociales que nos podría llevar a una confrontación aun mayor. Yo insisto, nuestro problema fundamental tiene que ver con la necesidad de reencontrarnos, de definir una agenda para la paz, de superar nuestra diferencias sustantivas, de redefinir las cosas que nos crean identidad. Es necesario restablecer nuestra construcción republicana.
No hemos iniciado un esfuerzo de reconciliación que sea visible para todos, que nos involucre. A mí no me queda claro que vivamos todos en un mismo país. Estamos tan distanciados ideológica y conceptualmente que parece que simplemente somos un montón de gente que vive junta dándose la espalda. La verdad es que nos encontramos en una situación de guerra de baja intensidad que nos alcanza a todos y de la cual no hablamos con seriedad. No son pocas las personas que mueren a diario a manos de la violencia. Pero, además, cada día se reducen nuestros espacios para el ejercicio de la libertad, para el diálogo o, simplemente, para el disfrute de lo cotidiano.
Entonces yo creo que es necesario plantear desde ya una agenda para la reconstrucción nacional. Debemos empezar a considerar la posibilidad de construir un proyecto de país que viabilice la posibilidad de establecer un ámbito para la paz, para el desarme, para la reconstitución de la identidad nacional, para el reconocimiento y la aceptación de las diferencias, para el establecimiento de reglas de juego claras. Es necesario limitar el uso del poder para fines personales, pero sobre todo es necesario establecer un espacio para la tolerancia, para la reducción del conflicto, para el encuentro entre nosotros.
Al final de la historia estamos obligados a reconocer que no estamos condenados al éxito, que por el contrario hemos transitado a lo largo de un montón de fracasos lamentables que han dañado nuestro tejido social e instalado la desconfianza, que han dañado la viabilidad de nuestra economía, que nos han convertido en un país pobre. Estamos frente a una hecatombe, vivimos una crisis que se desborda, que no se resuelve aumentando la gasolina, o el salario mínimo, instalando el odio y la separación entre nosotros, amenazando o haciendo declaraciones rimbombantes en contra del imperialismo. El gobierno intenta enmascarar su ineficiencia como si fuéramos tontos. Acá hace falta trabajar en el reencuentro, en la definición de lo común, en el espacio ciudadano, en la definición del proyecto nacional, en la instalación de la paz como forma de convivencia. Allí se juega el futuro.