Hablar de comida siempre debería ser un placer. Hablar de comida buena, rica y servida en un sitio elegante debería ser para cualquiera un motivo de deleite. Quienes, a pesar de tanto, seguimos siendo buen diente y amantes de la buena mesa deberíamos expresar el regocijo asociado naturalmente con uno de nuestros placeres principales: comer. Y no sólo comer. También cocinar para otros y hacer extensivo hasta los demás el deleite de transformar ingredientes en condumios.
La comida como tema jamás debería estar empañada con lo turbio de la política y de las desigualdades sociales. Un plato de buen cordero no debería ser consumido bajo el estigma del abuso de poder. Una exquisita carne no debería ser el emblema de un desquite ni el reproche histórico del ciego que nunca ha visto.
La comida como asunto ha sido, desde tiempos inmemoriales, el leitmotiv de grandes obras literarias y de no pocas piezas del séptimo arte. En Latinoamérica, Laura Esquivel nos deleita (siempre nos deleita) con las historias de Tita en Como agua para chocolate (1989). Una novela breve cuya historia –aparte de dar cuenta de una peculiar trama amorosa– le confiere a la comida la virtud de desnudar el universo emocional y afectivo de los personajes. Hay en la sazón de Tita embrujo y encantamiento; sensualidad y sortilegio.
Otro tanto podríamos decir de Chocolat, la novela de Joanne Harris. Vianne Rocher (la protagonista) y su hija Anouk, en el invierno de 1959, llegan a Lansquenet, un pequeño pueblo francés, y allí se asientan. Juntas revolucionan con sus creaciones culinarias la intransigencia de un enclave constreñido por la rigidez religiosa del Conde de Raynaud. Algunos vecinos admiran secretamente a Vianne: la entronizan como albacea de una libertad que nadie allí se atreve a experimentar. Otros la odian por exactamente la misma razón… porque el contacto con el chocolate que Vianne manipula con maestría –hasta convertirlo en pasión que se derrite– les remueve el instinto de la felicidad y la pulsión del goce.
Ficción para comer
Al lado de los nombres de Esquivel y de Harris, podríamos citar los de Ledicia Costas (Escarlatina, la cocinera cadáver), el de Almudena Grandes (Los besos en el pan), el de Cristina Campos (Pan de limón con semillas de amapola), el de Roald Dahl (Charlie y la fábrica de chocolate), el de Jamie Ford (El sabor prohibido del jengibre), el de Aimée Bender (La insólita amargura del pastel de limón), el de Jesús Ferrero (El último banquete), los de Jiro Taniguchi y Masayuki Kusumi (El gourmet solitario), el de Mirjam Pressier (Chocolate amargo) o el de Ángela Vallvey (Tarta de almendras con amor).
La lista podría volverse larga porque muchos escritores (hombres y mujeres) han hecho de la suya una obra que consagra la bondad de la comida. Románticas, dramáticas, oscuras, divertidas o insólitas, son sus historias un deleite para los sentidos, pues cocinar requiere de una muy peculiar disposición del ánimo para que ocurra la magia. No se trata de engullir y de tragar. No. No es el caso darse un atracón de nada para satisfacer el instinto alimenticio. Es disfrutar de los majares y de transformar la ingesta en una experiencia sensorial que celebre la alegría de vivir.
Eso es, por ejemplo, lo que inspira la reseña del crítico Ego en la película Ratatouille (Brad Bird, 2007). Eso es lo que justifica la concepción de un film como La fiesta de Babette (Gabriel Axel, 1987). Eso es lo que le confiere su encanto a Bon Appètit (David Pinillos, 2010). Eso es lo que deja al espectador con un buen sabor de boca después de ver American Cuisine (Jean-Yves Pitoun, 1999). Eso es lo que desacomoda al público que ve Delicatessen (Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro, 1991). Eso es lo que conmueve a la gente que va al cine a ver la historia de Julie y Julia (Nora Ephron, 2009). Por este camino, también podríamos avanzar un trecho largo.
Tanto la literatura como el cine nos han dado motivos más que suficientes para re-pensar el gesto de comer. Un gesto que debería hacerse siempre en acción de gracias y en compañía de gente amada: no de cómplices y de secuaces. Tanto en la literatura como en el cine, cada historia tiene un tenor distinto. El Pathos se activa en distintas direcciones: a veces como asombro, a veces como llanto, a veces como sonrisa furtiva, a veces como ternura, a veces como aprendizaje. Casi siempre como inspiración.
Quienes, a pesar de tanto, seguimos siendo buen diente y amantes de la buena mesa, encontramos en la ficción –cualquiera que sea el formato en el que se presente– un mecanismo de sublimación; un alimento para la esperanza. Una razón para creer que las penas con pan son menos; que con buen hambre no hay mal pan y que, definitivamente, barriga llena corazón contento.
Aguafuerte con cordero
Dicen que la realidad siempre termina superando la ficción; que incluso la imaginación más calenturienta y temeraria palidece frente a la verificación de los hechos. Dicen que la belleza más exultante y el horror más espeluznante no están ni en los cuentos ni en la novelas ni en las películas. ¡Dicen que están en la vida! Dicen que la delicadeza más fina y el grotesco más atroz no saltan ni de las letras ni de las imágenes. Dicen que lo peor de la vida puede un día cualquiera ocupar la mesa de un restaurante en Estambul…
Yo, por ejemplo, veo el video de la pareja presidencial comiendo cordero en Salt Bae –aunque el primer mandatario diga que eso pasa una sola vez en la vida– y la imaginación se me seca. No se me ocurre un cuento. No pienso en una novela. No visualizo una película. No alcanzo a experimentar el deleite… y recuerdo las palabras de Mr. Ego en Ratatouille: “No cualquiera puede convertirse en un gran artista, pero un gran artista puede provenir de cualquier lado”. Recuerdo esas palabras y me da por parafrasearlas: “Cualquiera puede tragarse un pedazo de carne término medio, pero un comensal exquisito y con clase es alguien que no (se) improvisa”.
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