Te vi aquella tarde mientras esperaba por mi amiga. En la cabellera despeinada de una mujer sin una gota de maquillaje. En los pies de un indigente que duerme en el vagón del metro. Te escuché en las decenas de acentos, algunos de ellos para mí incomprensibles, en el violín de un músico callejero. Te reconocí en las flores trasplantadas que gritan en todos los colores ¡Llegó la primavera! En un hombre enfluxado que va en monopatín, en la persona (aún no sé si hombre o mujer) que vestida con un biquini rosado cruza una calle y me saluda con un choque de puños, “Hey maifren”. Te sentí en las lágrimas que derramé en uno de mis viajes en el metro, sin que nadie me importunara. Te abracé como la amiga de toda la vida, a la que tienes tiempo sin ver, sin saber de ella, a la que creías que no extrañabas y de la que solo tienes conciencia de cómo duele esa ausencia, al volverla a ver.
I
Algunos saben que me di permiso de Venezuela durante los últimos tres meses y por un tiempito más. Estoy estudiando un programa certificado en la escuela de posgrado de periodismo de la City University of New York. Gracias a una beca, ahorros, el apoyo de mi familia, algunos amigos viejos y otros recientes, he podido sostenerme en este tiempo que llevo fuera del país. He, por tanto, llevado una frugal vida de estudiante que, sin embargo, no ha impedido que disfrute de algunas ternuras de esta ciudad.
Cuando pasas una temporada alejada de tu cotidianidad, te puedes sorprender.
Lo sentí un mediodía cuando acompañé a mi nueva mejor amiga, la chilena Carolina Astuya, a compartir un almuerzo en The Kitchen, un local que queda en un segundo piso, en la octava avenida, entre las calles 43 y 44. Tiene unos mesones adosados a las paredes de vidrio, que me hacen recordar la Picadilly, esa multipanadería que está en la avenida Este 0, frente a la Cruz Roja en Caracas. Carolina me escuchó un día cuando dije que amaba tomar café en un sitio con grandes ventanales, desde donde pudiera ver a la gente, con toda tranquilidad, que desafortunadamente en Caracas, aunque tenemos un gran clima, muchas veces terminamos encerrados en un local por la inseguridad, y que no recuerdo ya muchos sitios abiertos a la calle.
Entonces, aquel día de temperatura tibia, pese a que oficialmente seguíamos en invierno, ella me invito a este lugar. Mientras espero que Carolina compre una sopa japonesa, saco mi sándwich (los primeros meses no gastaba ni un dólar en la calle), me preparo para comer y veo el tráfico pasar. Aparecen unos policías a caballo e inmediatamente recuerdo algunas escenas de películas. Luego, cruza una mujer manejando una bicicleta, después un hombre de traje y con larga cabellera en un monopatín eléctrico. Decenas atraviesan por el paso peatonal, otros esperan… En sus rostros no se observa ninguna intranquilidad, más allá tal vez de la que produce vivir en una ciudad cara y arrolladora. Desde los 90, Nueva York ha bajado su indice de criminalidad, un fenómeno, que pese a la publicitada tesis de “Las ventanas rotas” no tiene realmente una explicación convincente entre los académicos.
Mientras observaba, de pronto sentí una gran tristeza y las ganas de llorar me atacaron. No estaba triste. Eso pensaba. Pero al ver a todos aquellos hacer de sus vidas lo que querían, sin el temor de perderla al trasponer la esquina, solo me vino a la cabeza aquel dicho: nadie sabe el hueco donde está, hasta que sale de él.
II
Otro día hermoso, seguimos en invierno pero hay el calor en la calle. Es viernes y la gente está como los pajaritos cuando llueve, todos afuera, bebiendo rayos de sol. De nuevo, ando con Carolina. Ella y yo, que somos las únicas latinas del curso, hemos hecho buenas migas. Aquella mañana visitamos un emprendimiento que está ubicado cerca del Hudson River Park. Como me he convertido en experta en todas las cosas gratis que puedes hacer aquí, luego de la clase decidimos caminar por el paseo a lo largo del río. Caminar por los frentes de agua es una de mis pasiones. Me cansé de hacerlo en Macuto, en Caraballeda (antes del deslave), en Puerto La Cruz, en el paseo Colón, en el paseo del Río Orinoco, en el paseo del Lago (Maracaibo), en Playa El Agua, en el malecón de Choroní, a lo largo del río en Chuao ( estado Aragua). Nunca lo hice por las riberas de El Guaire, pero si hubiese sido seguro, capaz lo habría hecho. Dejé de caminar en el litoral central, entre otras cosas, porque no soporto las minitecas ambulantes y por los cuentos de terror sobre atracos a transeúntes. Y eso que yo soy una persona habituada a trajinar por nuestras calles.
Mientras andamos por estas cuadras, vemos a unos jovencitos, ella mujer, él andrógino, que se graban danzando, algunos hombres pasan trotando sin camisa, madres pasean a sus niños, otros toman sol, otros caminan, otros observan. Escucho una música a un volumen tolerable y allí están ellos. Bailan suavecito, se abrazan, en un ladrillito. Dos hombres en abierta manifestación de afecto. Algo extraño en esta ciudad, donde no es tan habitual ver parejas tomadas de la mano.
III
Ya es primavera. Sin embargo, algunos días ha hecho algo de frío. Este día no. Voy caminando por una calle, rumbo a la universidad y al bajar la mirada descubro en la acera mensajes de los escritores y pensadores que amo. Thoreau, Camus… hay más citas en placas incrustadas y que sepa no se las han robado. Estoy en la ruta (Library way) hacia la biblioteca pública, cerca de Bryant Park. Un muchacho comparte mi acera y empieza a conversar sobre las frases que vamos leyendo. Ya no le huyo a los desconocidos que me saludan en la calle. Generalmente no quieren quitarte el celular (y menos el mío que ya ha sido superado por cuatro generaciones), ni llevarse tu anillo de matrimonio, tampoco van por tu tableta. Algunos solo hablan porque les provoca, porque están de buen humor o por ser corteses. Los primeros días, si alguien se me acercaba, inevitablemente se me aceleraba el corazón. Solía poner mi cara de petareña por el barrio La Cruz a la una de la madrugada, si notaba a alguien viéndome de más.( aun lo hago si se me activa el olfato, porque malandro es malandro aquí y en la China). Más de una vez me hallé mirando en una calle de dos canales, a ver si venía un motorizado Cuando llegaba a la casa donde me hospedo volteaba incesantemente a ver si alguien venía detrás. Ahora estoy un poco más relajada. Tuve que reaprender que aquí la gente puede andar amuñuñada en el metro, pero no toleran un roce innecesario, que muchos detestan nuestro tan común contacto visual -que además puede ser interpretado erróneamente- que si le caes bien a alguien no tiene por qué abrazarte para demostrártelo y que si, cada quien anda en lo suyo y a quién le importa.
Este hermoso día de primavera me detengo unos minutos. Me he habituado a ser puntual y trato de llegar más temprano a cualquier cita, así que esta vez aprovecho esos minutos. Ya los tulipanes se están abriendo. Hay cientos de personas en el parque, en pleno centro -si es que se puede decir que en NY hay un centro-. Toman café, leen en libros, laptos, celulares. Se acuestan sobre la grama. Por un momento recuerdo cuando estudiaba en la UCV y mas de una vez mi amiga Gina y yo dormíamos una siesta en plaza Venezuela, mientras nos arrullaba el trinar del Abra de Alejandro Otero.
Es jueves. La gente aprovecha media hora para almorzar fuera de la oficina, otros van de paso. Tanta belleza me detiene. Como voy con tiempo a la universidad me siento. Y empiezo a escribir.
IV
¿Cómo siento la libertad? Así te siento. En el beso sin morbo de una pareja homosexual, en la sonrisa de quien se detiene a ayudarte, en el que hace el esfuerzo por entender tu acento, en las miles de miradas que no evalúan, en mi propia mirada que se acostumbra a no juzgar, en la caminata que hago sola de madrugada, en la cantidad de personas que abarrotan un tren a las dos de la mañana, en los borrachos que pierden el sentido sin mas preocupación que el no bajar en su estación… en los gestos pequeños, en todas aquellas sensaciones con las que me reecuentro y con las que alguna vez anduve cuando iba a una función de cine de medianoche, a la playa, a la montaña y caminaba sin temor por las calles de mi ciudad.
Foto: Iván Mejía Reyes
Estatua de Simón Bolívar en Central Park