América latina es el subcontinente más violento del mundo. Con sólo el 8% de la población mundial, concentra el 38% de los homicidios, como lo revela la Campaña de reducción de homicidios Instinto de Vida .

Si echamos un vistazo a los países con las tasas de homicidio más elevadas –El Salvador, Honduras, Guatemala, México, Colombia, Brasil y Venezuela— en el continente, podríamos advertir aspectos particulares que van indicándonos por qué somos un subcontinente tan violento. Nos interesa destacar algunos: la militarización de las políticas de seguridad ciudadana, el uso de la fuerza por parte de los Estados para ganar legitimidad política, el fácil acceso a las armas y la expansión de las economías ilícitas; la corrupción imperante de los entes de justicia.

Es un común denominador que al momento de comprender los patrones de nuestra violencia, el Estado aparezca en cada espacio, ya sea por su acción directa o por la omisión en el ejercicio de sus funciones.

A partir de esto, en el subcontinente contamos con algunas experiencias que buscan precisamente revertir este accionar casi bélico del Estado para con sus ciudadanos. Estas experiencias son los sistemas y leyes de reparación, protección y retribución a víctimas de la violencia. Si bien en cada país como Colombia, México y El Salvador, cada propuesta de reparación tiene sus propias formulaciones y nomenclaturas, algunos temas son comunes en cómo entienden la violencia y nos sirven como espejo para invitar al debate público en Venezuela.

Aquí queremos discutir particularmente dos.

El carácter histórico de la violencia es uno de estos temas comunes. Una de las consideraciones necesarias para avanzar hacia la reparación de los daños ocasionados a las víctimas de la violencia, es entender que el daño no es un producto que se remita a una relación entre un victimario y una víctima. La violencia no es únicamente una relación de dos. Detrás de cada joven que ingresa en una banda criminal y asesina a otro joven que pertenece a otra banda, vemos la complicidad de un Estado que permite la circulación de armas y balas; así como también podemos ver a unas instituciones que no garantizan que nuestros jóvenes obtengan respeto por otros medios que no sean la violencia.

La desigualdad; el desamparo; la exclusión juvenil y la profusión de armas y municiones no son una realidad nueva en nuestro país, sino por el contrario, son deudas históricas del Estado venezolano.

Ejemplos similares encontramos en el continente, uno de ellos es Centro América, en donde pertenecer a una mara –banda criminal con una identidad muy marcada- podía significar para los jóvenes mayores beneficios entre sus pares (estima, respeto, valoración) sin importar las disrupciones y transgresiones que se debían hacer ante la ley. Las maras fueron reflejo de las profundas desigualdades en la región centroamericana. Aún en los momentos más álgidos del conflicto entre las maras y el Estado, que posicionaron a Centroamérica como una de las regiones más violentas del continente, las negociaciones fueron posibles a través de mecanismos políticos y no bélicos; las cifras de asesinatos mostraron disminución solamente cuando ambas partes buscaron soluciones sin armas. El establecimiento de pactos colectivos entre agencias del Estado y particularmente autoridades locales como las alcaldías; sector privado; universidades; organizaciones sociales; iglesia y jóvenes para generar oportunidades de inclusión, reparación y reinserción, luce como una vía prometedora y necesaria a juzgar por las vidas en juego.

La mano dura conlleva a prolongar la violencia, es otro de los temas comunes. En Venezuela, con la militarización de la seguridad ciudadana y que se traduce en los operativos policiales, uno de los más recientes, el denominado Operativo de Liberación del Pueblo, OLP, luego transformados en OLHP (“Humanista”) hemos visto el lado más inhumano de la seguridad policial. Encontramos registros de “ajusticiamientos” y asesinatos cometidos a jóvenes bajo la excusa de ser “malandros” o “delincuentes”, lo que realmente nos devela cómo los operativos no tienen regulación legal y ética alguna y más bien revela el abuso sistemático de la fuerza. Otro rostro de esta realidad lo observamos en las incursiones militares en los penales, como pasó en agosto de este año en curso, cuando en Amazonas una incursión militar dejó decenas de muertos.

Casos de militarización de la seguridad se reportaron en Colombia. En los momentos en donde la conflictividad social aumenta y los indicadores de violencia crecen, parece una tendencia actuar con la fuerza de las armas. Esto ha demostrado ser contraproducente, ya que las lógicas bélicas conllevan a más violencia y socavan la legitimidad del Estado. En Colombia, por ejemplo, ante la poca efectividad del actuar militar contra el dominio de la Guerrilla, los cuerpos militares permitieron la proliferación de grupos paramilitares, lo que terminó por sumir al país en el horror.

Después de décadas de conflicto, la negociación mostró que se logró disminuir significativamente la violencia en el país sin recurrir a más enfrentamientos, sino con acciones políticas como pactar el desarme de las FARC. En este caso, la negociación no es una fantasía altruista, sino una realidad que implicó silenciar los rifles y abrir el campo de la política.

Estos son dos breves ejemplos que nos pueden llevar a reflexionar sobre cómo abordar nuestra violencia, teniendo presente que lo más dramático de nuestra actualidad es ver diariamente a venezolanos asesinar venezolanos.

Como parte de las alternativas a la violencia se creó Instinto de vida, la campaña latinoamericana que busca reducir los homicidios en un 50% en los próximos 10 años, través de organizaciones de la sociedad civil que promuevan iniciativas alternativas para abordar la violencia y se movilicen para exigir a sus respectivos Estados políticas eficaces y respetuosas de los Derechos Humanos para contrarrestar la violencia. Si bien la invitación es a reclamar al Estado la disminución de la violencia y la reparación de los daños a aquellos que los han sufrido, también creemos necesario que como sociedad civil pensemos modos preventivos no armados de contrarrestar la violencia.

Foto: Entrega de armas de la banda salvadoreña Mara Salvatrucha MS 13.

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Las opiniones emitidas en esta sección son de la entera responsabilidad de sus autores. 

Profesor de la Universidad Católica Andrés Bello. Miembro de la Red de Activismo e Investigación por la Convivencia REACIN.

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