Ya se han escrito toneladas sobre qué nos pasó o qué hicimos mal como país para sufrir esta larga hora crítica y dolorosa. Dentro de tantas razones explicativas que se han vertido en el último tiempo, resalto una en particular por haber sido silenciosa, pero altamente letal. Dicha razón fue esa sensación imperceptible, instalada de pronto. La que nos hizo posible dar muchas cosas por sentado y cuando quisimos alertar sobre los riesgos, ya era demasiado tarde.
¿Qué fue eso que dimos por hecho y no defendimos en su momento? Aparentemente, nos parecía tan evidente que el sistema democrático existía entre nosotros que preferimos no hacer esfuerzos para acordar reformas conducentes a la profundización de sus bondades.
Por otro lado, sentimos que el sistema de protección social era inmejorable y no hacía falta preguntarse cómo lo financiábamos para ampliar su cobertura y la calidad. Además, quizás nos ahogamos de petróleo y creímos que sería suficiente para construir el anhelado desarrollo económico. O, por último, tal vez quisimos avanzar a otro nivel del desarrollo económico y político, sin percatarnos de que lo obtenido era muy débil e inestable y podíamos perder lo ganado, tal como sucedió.
El ser humano en muchas ocasiones suele dar las cosas por sentado. De hecho, cuando logramos un objetivo o cumplimos con cierta meta, frecuentemente no nos esmeramos en cuidar y proteger esos logros porque consideramos que nos está dado. Lamentablemente, algo ocurre en nuestro cerebro que, de forma inexplicable, descuidamos nuestros avances, olvidamos cómo fue posible llegar a la situación que tenemos y no la conservamos con celo.
Lo que dimos por sentado como país
Creo que, como país, sufrimos este mismo comportamiento. Dicho de otra manera, en lugar de comprender la importancia de diversificar nuestra matriz productiva, lo que hicimos fue creer que el paraíso empezaba y terminaba en la magia del petróleo. En vez de reunir esfuerzos para hacer revisiones de nuestro sistema político, mejor escogimos mantener todo igual porque “total, la cosa funcionaba”. Incluso, elegimos fijar nuestro tipo de cambio por muchísimo tiempo, en sustitución de emprender un debate riguroso acerca de las implicancias económicas. Y ahora vemos cómo es que ni moneda tenemos.
Dimos por hecho tantas cosas que, a la luz de la evidencia, hoy nos parecen exóticas. Por ejemplo: ¿quién no echa de menos la convivencia democrática y el buen debate del siglo pasado? ¿Quién extraña la posibilidad de elegir las marcas del producto de su preferencia? ¿Quién no se asombra que hoy importemos gasolina? ¿Acaso nadie siente que prefiere las libertades políticas, económicas y sociales de hace décadas atrás?
Nos olvidamos de cultivar nuestros logros como país. Por supuesto que teníamos problemas de desigualdad, corrupción, pobreza y todos los males que quieran recordar. Pero, no protegimos los progresos que habíamos alcanzado. Aterrizamos en la tragedia de los controles, la censura, la persecución política y la restricción de las libertades fundamentales. ¡Tamaño retroceso!
Sencillamente, no fuimos capaces de regar con afán el significado de la fortaleza institucional, los valores democráticos y el respeto absoluto a los derechos humanos, porque “al final, eso ya estaba dado”.
Acto seguido: vinieron unos ilusionistas y nos dijeron que vivíamos una falsa democracia. Al pasar de los años, esos mismos ilusionistas nos demostraron que ahora vivimos una real dictadura y que, desgraciadamente, es excesivamente riesgoso dar las cosas por sentado.
¿Habremos aprendido la lección?
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