Apenas comenzaba la última década del siglo pasado, y eran tiempos atribulados los que se vivían en Johannesburgo, Sudáfrica. Si bien estaba claro que el orden del apartheid se caía a pedazos, no se avizoraba ni el ápice de un nuevo orden que tomara su lugar. Lo único con lo que se contaba en ese momento era con un grupo de ex presidiarios -entre ellos Nelson Mandela– que habían sido liberados y que se reunían a conversar -que no a dialogar, que es muy distinto- acerca de lo que les pasaba y lo que deseaban.
Cuenta uno de los consultores/facilitadores que acompañó a Sudáfrica en este proceso -Adam Kahane- que se hacía un chiste en esos tiempos en las calles de Johannesburgo: hay dos soluciones para esta crisis, una milagrosa y una práctica. La práctica era rezar para que los ángeles intercedieran antes la crisis, la milagrosa era esperar que algo resultara de esas conversaciones. Sin embargo, a pesar del escepticismo colectivo y la capacidad de hacer bromas al respecto, ocurrió el milagro.
Esta serie de conversaciones que hicieron que ocurriera el “milagro” tenían ciertas características. Algunas de ellas las quiero compartir.
1-. Las personas que participaban se sentían parte de problema y, por tanto, de la posible solución. Es decir, se sentían responsables.
2-. Participaban en esas conversaciones todos los sectores. Si no se concibe el todo, parece que no ocurre el milagro.
3-. Esto ocurrió tras una serie de conversaciones y no de diálogos. Y en esto nos detendremos porque esta distinción permite algunas reflexiones.
El diálogo es un intercambio de ideas. Tiene, en tanto intercambio, un sentido de transacción. Yo expongo lo que quiero, tú lo que quieres. Y, si es elevado el espíritu que asiste a los involucrados, intentarán ceder un poco de lo que se quiere para sí, para satisfacer la demanda del otro. Esto a lo mucho.
Una conversación, en cambio, surge del deseo de comprender o ampliar la comprensión del otro. Escuchando al otro no desde lo que nos parece o no, no desde lo que coincide o no conmigo y mis deseos, sino desde el genuino interés de comprender. Cuando esto ocurre, surgen de modo espontáneo los acuerdos. En el diálogo, los acuerdos son buscados, en la conversación surgen.
Cuando conversamos nos transformamos entre los involucrados en la conversación. En el diálogo se entra con objetivos y se sale con logros particulares que nada tienen que ver con el todo, sino más bien con las partes.
De hecho, se sale orgulloso del diálogo diciendo que “no se cederá”. Mientras que de una conversación se sale con una visión ampliada. Si usted entra y sale de una conversación siendo el mismo, con las mismas ideas, usted no conversó. Y es que, y esto también lo registran quienes vivieron la transición de Johannesburgo, para conversar hay que querer hacerlo.
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