Después de la guerra, todos somos generales, dice un viejo aforismo. Sin embargo, todo lo relacionado al ámbito público es opinable, especialmente aquello relativo a la política. Y hoy, francamente, es necesario seguir argumentando, con hechos comprobables y datos verificables, lo perjudicial que ha sido alejarnos de la vía electoral.
Hoy, en términos generales (y con cualquier variable que quiera medirlo), la oposición está más lejos de arrebatarle el poder a Maduro & Cía, en comparación con el año 2015. Pero lo paradójico del caso es que esta situación se haya generado por los errores no forzados (como dirían en el tenis) de la propia oposición, más que por un aumento de apoyo ciudadano a Maduro & Cía. Se ha dicho de todas las formas posibles, pero esta la resumen con elegancia: la oposición tiene mayoría ciudadana, pero no se atreve a canalizarla para que se convierta en mayoría política.
Afortunadamente, por ahí se ven amagos de volver a la ruta electoral. De donde, por cierto, nunca debimos salirnos. Pues, esta es la única forma de acceder al poder, porque la estrategia de la no participación electoral ad infinutum está desgastada y se ha demostrado inefectiva; el plan de la sublevación militar u otros mecanismos de fuerza es una ilusión -y una medicina peor que la enfermedad-; y, finalmente, las sanciones mucho menos acabarán con la dictadura.
Por otra parte, cada vez más existe un convencimiento de varios dirigentes opositores (un gran avance, qué duda cabe) de que Maduro & Cía no entregará nunca las condiciones electorales perfectas y que, evidentemente, todas sus acciones están dirigidas a desmotivar el voto, porque es consciente de que es minoría electoral. Además, varios partidos políticos opositores se están mostrando más proclives a desnudar ese argumento circular que nos dice: “Es que no hay cambio porque no tenemos poder, pero no tenemos poder porque no hay cambio”.
Ha pasado mucho tiempo desde la primera vez que alguien dijo: “el país no aguanta más”. Póngale el año que quiera. En mi caso, lo escuché cerca del 2012. Sin embargo, los hechos han demostrado que, desgraciadamente, aguanta mucho más, pues, lo peor parece que no tiene fondo. Ya vamos por el 2021 y estamos más divididos -y aturdidos- que nunca.
Por lo tanto, estimo que hemos llegado al punto exacto en el cual, quien quiera vendernos salidas exprés o cualquier inmediatismo asociado, se encontrará con la puerta cerrada. La ciudadanía, aparentemente, está sintiendo que no hemos construido una opción real y contundente que genere el cambio político y que, más bien, esto implicaría acumular fuerzas, hacer trabajo político de base, coordinar diferentes organizaciones de la sociedad civil, ganar espacios democráticos y otras labores de hormigas. El cambio político no será acelerado ni en un chasquido de dedos. ¡Hace falta más energía y voluntad política que el desahogo casual por Twitterlandia!
Así pues, para repetir ese extraordinario resultado electoral que se logró en el año 2015 (y que gracias a él muchos hoy pueden ser una piedra en el zapato para la dictadura), podríamos empezar por acordar -en pleno- la diferencia que significa la palabra “fraude” y “ventajismo”, como bien lo declara el exdiputado José Guerra: “El ventajismo es una cosa y fraude es otra. Fraude es que votes por el candidato B y te coloquen que votaste por el candidato C. Lo que hay es un ventajismo descarado: el uso de los recursos del Estado y un CNE sesgado cuyo paradigma fue Tibisay Lucena, pero cuando la gente vota no hay CNE que valga, porque en las condiciones que nosotros ganamos la elección de 2015, de manera contundente, eran peores que las que tuvo Rosales en el 2006. Rosales sacó 40% y Chávez sacó 60%. El problema no es la condición, sino que la gente salga a votar y confíe en el voto”.
Comprender que, una cosa son los puntos rojos, el uso de camionetas de las instituciones públicas para trasladar a posibles votantes y el control del carné de la patria (ventajismo), y otra cosa, es que se vote por el candidato X y en el acta de votación y su respectivo escrutinio no aparezca dicho voto (fraude/trampa); nos ayudaría a reconstruir la confianza ciudadana en el sufragio y, obviamente, destruiría la estrategia oficialista que, con todas las fuerzas del mundo, no quiere que volvamos a creer en ninguna elección.
En resumen, hay que desprendernos de varios prejuicios y reconocer que, pese a las evidencias, aún queda un largo camino por recorrer para seguir persuadiendo a las personas incrédulas del poder del voto. Incluso más, se debe respetar las suspicacias que tienen muchos respecto a las garantías del voto, pero el convencimiento es a través de argumentos, pruebas y hechos, y no con ofensas, violencia y otros agravios, porque la dictadura sonríe mucho cuando eso ocurre.
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