¿Qué no decir del hambre, cuando su incidencia es causa de tragedia indistintamente del lugar donde su presencia incite necesidades? Cuando el hambre cunde sobre un ámbito, cualquiera sea su manifestación o definición, sus consecuencias son impredecibles. Con el hambre, ronda la muerte. Pero igualmente, la corrupción, la decadencia, el escamoteo o el arrebato de todo cuanto encuentre a la vista.
En sí, el hambre es la expresión más exacta de lo que envuelve toda violencia indiferentemente de si se torna en guerra, hecatombe u holocausto. En fin, el hambre trae consigo la revelación de lo pudiera acontecer en caso de crisis como el que configura la escasez de alimentos asociada como problema a lo que representa la ausencia de salud. Más, cuando tan seria situación rebasa las circunstancias que dan sentido a la vida del hombre. Es lo que la Sagrada Biblia contempla en libro del Apocalipsis.
Sólo que tan particular estado de hechos, particularmente determinado por el hambre, así como por otras suertes de mala calaña, deviene en momentos que, a su vez, se convierten en especie de erupciones sociales con la extremada capacidad de hacer que surjan problemas como el que puede derivar del colapso de la economía. Sea dicha crisis, individual o colectiva, local regional o nacional.
Una revisión del hambre en el mundo, es demostrativa del carácter inquisidor que la caracteriza toda vez que tiene la fuerza para arrasar todo lo que se atreva a frenar su “paso de vencedor”. En su periplo, igualmente, comete desavenencias de todo tenor. Algunas riñen con condiciones políticas. Otras, chocan con valores y principios. Pero su querella contra la dignidad, es un imposible que no habrá de superarlo por cuanto se trata de anular la propia conciencia. Y eso, así expuesto, resulta un craso absurdo, siquiera imaginarlo.
Para la política, el hambre es indicador de la ineptitud de quienes ejercen el poder. Incluso, de la indolencia e indiferencia capaz de poner al descubierto el carácter desconsiderado del proyecto de gobierno que sirvió para alcanzar el sitial que para el momento ocuparían gobernantes (impúdicos). Por tan desvergonzada razón, el hambre es oculta, desvirtuada o manipulada como evento. El temor que para la popularidad del gobernante causa su revelación, hace que su incidencia sea encubierta. Por ello, el gobernante se hace del mejor pretexto que pueda excusar o mitigar tan notoria y trágica situación.
En Venezuela, dicho problema ha venido recrudeciéndose. El cambio expuesto por el discurso gubernamental, de probar suerte reemplazando un modelo económico, basado en la doctrina liberal, por otro asentado en el ideario socialista, condujo a la desgracia. Condición socioeconómica ésta, que sumió al país a una situación de hambruna que acabó con la clase media acentuando la pobreza que mantiene a Venezuela entre los países más arruinados del planeta.
De un patrón de crecimiento razonado en el modelo de importación del cual se valió el militarismo del siglo XXI para dar cuenta de una obligada imagen de país sumado a la onda del desarrollo, se pasó (como por arte de brujería agorera) a la condición de país arruinado. Tanto, que su concepción de Estado de Derecho, varió. Ahora es un Estado Fallido, en términos de la teoría política. Todo, por causa de haber transitado de un modelo económico soportado en la sustitución de importaciones, a otro basado en la transacción hipotecaria de la institucionalidad nacional. Y fue la razón que comprometió la fuga de las potencialidades y recursos que disponía el país, para asegurar su desarrollo a futuro.
La pobreza que hoy distingue a Venezuela, demostrada por indicadores de posicionamiento económico elaborados por organizaciones dedicadas al estudio del desarrollo de naciones declaradas como “contextos de libertades y derechos humanos”, es propia de los análisis más sesudos. Fundamentalmente, por lo inusitado del abrupto cambio que en veinte años logró en perjuicio del desarrollo alcanzado Y que si bien, se consiguió de modo relativo y con la dificultad propia de un proceso de suma complicación y modesto resultado, debe reconocerse que el cambio conseguido (en veinte años de militarismo) ha sido contrario al esperado y engañosamente anunciado a lo largo de los múltiples comicios que, en nombre de la tan trillada “revolución bolivariana”, se han realizado.
La gestión del régimen logró su cometido de primera línea. Hizo que el hambre se ensañara contra lactantes, embarazadas, preescolares, ancianos. Aunque de ello no escapó la población asalariada pues quedó a expensas de las migajas repartidas. Y con escasas posibilidades de vivir apegado a derechos que le aportan y aseguran bienestar y calidad de vida. Es así como la “revolución” diezmó oportunidades y fortalezas que habrían sido necesarias para superar las deficiencias de nutrientes (proteínas, vitaminas y minerales) que hoy embargan y esquilman la salud del venezolano. ¿O acaso fue una estrategia socialista alcahueteada por la desvergonzada relación cívico-militar? ¿Es que no cuentan los niños que mueren de hambre? ¿O los adultos que fallecen impropiamente por falta de medicamentos y establecimientos hospitalarios vacíos de recursos?
Es cuando el hambre saca sus mortales garras para clavarlas sobre el ser humano con conciencia de vida. Y esto sucede, acompañado de la crueldad del verdugo con vestidura y capucha roja. Es cuando el silencio se torna cómplice del repudiable hecho protagonizado por la muerte anunciada por la hambruna. El reconocido escritor argentino, Ernesto Sábato, en algún momento de dolor ajeno, se preguntaba “¿en qué clase de sociedad vivimos, qué democracia tenemos donde los corruptos viven en la impunidad y al hambre de los pueblos se la considera subversiva?” Es ahí justamente donde igual cabe preguntarse, acaso puede pensarse y consentirse una virtuosa y vigorosa convivencia de ¿dignidad con hambre?
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Foto: Revista SIC
Caos (rojo) con olor a gasolina (verde)