En Petare también se observó el acostumbrado flujo de personas en las calles

Somos un montón de visiones de mundo desparramada por ahí intentando configurar una sociedad. Ahora bien, las sociedades están en un permanente combate entre una fuerza que procura la cooperación y otra fuerza que tiende al conflicto. Así ha sido desde que el hombre empezó a cavilar sobre las formas de organización y cómo nos poníamos de acuerdo en todos nuestros desencuentros, de manera tal que el ánimo de la cooperación (constructivo) minimizara el ánimo del conflicto (destructivo).

Partir reconociendo que cada integrante de una sociedad ve el mundo de cierta forma es el ejercicio más saludable que podamos practicar, para ampliar nuestros horizontes y enriquecer nuestra existencia, porque reconocer al otro es lo que hace posible la convivencia, el desarrollo de mi proyecto vital y, finalmente, la construcción de un espacio donde el otro tenga cabida y pueda construir -en cooperación- la mejor sociedad conmigo.

Por supuesto, esto no es sencillo. Innumerables estudios científicos nos han dicho que, naturalmente, tenemos una tendencia a recurrir a la identidad grupal o las creencias existentes para sentirnos seguros, superiores, menos vulnerables o culpar a los demás de nuestras dificultades. Como consecuencia de este comportamiento, se climatiza el ambiente perfecto para estimular el “nosotros” contra “ellos”, y se ataca gravemente a la posibilidad fundamental de la vida compartida en sociedad. En este ambiente tóxico solo buscamos reafirmar nuestra verdad, aferrarnos a nuestra visión y utilizar un gran megáfono -o RT, dirían los entendidos del mundo digital- para divulgar nuestras ideas afines, mientras que el otro no tiene lugar, no existe y haremos todo por anularlo. ¿Cuál es el resultado? Conflicto interminable.

Aparentemente, nos cuesta entender que encontrarnos con el otro es una manifestación civilizatoria imprescindible. Es decir, despojarnos de esa presunción de ser dueños supremos de la verdad, borrar la posesión de un modelo único o remover cualquier atisbo de iluminación celestial, deben ser las premisas que conduzca el comportamiento del liderazgo político. De hecho, así como para bailar se necesitan dos, la verdad también se hace de a dos -como diría Nietzsche-.

El desafío es construir esa sociedad donde todos se sientan incluidos, puesto que, de lo contrario, solo viviremos constantemente en una pugna destructiva que no hará viable ninguna forma de vida humana o siquiera algún proyecto medianamente humano. Ahora bien, ¿cómo hacerlo factible?

La ruta amigable para transitar ese desafío nos sugeriría, en primer lugar, que comprendamos que el respeto a las reglas importa; en segundo lugar, que los acuerdos no son una mala palabra; en tercer lugar, que podamos diseñar mínimos comunes donde prevalezca la cooperación por encima del conflicto; y, por último, que atender los puntos de vista diferentes y mirar al otro a la cara es el acto más valiente y fecundo que nos podemos permitir como seres humanos dispuestos a construir, porque el otro tiene algo que yo no sé, ni jamás se me habría ocurrido.

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Economista con un Magister en Políticas Públicas. Colaborador de varios medios nacionales.