No soy psicóloga social. No soy especialista en nada. Observo y padezco la realidad circundante como cualquier ciudadana venezolana, como mujer, como docente, como madre. En lo único que me he especializado últimamente es en llorar la muerte de gente que ni conozco. Casi siempre se trata de niños y de adolescentes que rondan la misma edad de mi hijo y de mis alumnos.

Cada salida de esos muchachos a protestar es como una larga noche que escuece, que raspa, que aleja el descanso. Sus bandanas, máscaras, guantes y escudos de cartón o de metal ¡no sirven para nada cuando se topan con su verdugo! Con el proyectil maldito que, en solitario o en ráfaga, los arrancará de este mundo junto con sus sueños y sus aspiraciones.

Uno lee las noticias, uno ve las fotos y los videos. Uno los analiza con las herramientas de que disponga y, palabras más que menos, llega a la misma conclusión: bala vale más que piedra y el grito de una consigna rara vez ahoga el estruendo de una detonación. Todos sabemos de qué lado están las ventajas y, últimamente, va quedando en evidencia de qué lado está también el placer. El placer de matar.

Cobrarse una vida –así como ocurre en algunos videojuegos– se está volviendo un placer, una adicción. Una necrofilia lúdicamente letal. Supongo una heroica crueldad en el conteo de muertos al final de cada protesta tal como si se tratase de una partida de Counter-Strike o de Call of duty, en los que acumula más puntos el jugador que más gente mate. Es lo que ocurre también con un juego como Battlefield… ¡y Venezuela ya es un gran campo de batalla!

Coto de caza

Creada en 2002 por Anthony E. Zuiker, y producida por Jerry Bruckheimer, CSI Miami es una serie de televisión estadounidense ambientada en el Laboratorio de criminalística de la Policía de Miami Dade. Aunque no lo señalan de manera explícita, muchos de los episodios de esta serie están basados o inspirados en eventos de la vida real.

Uno de los capítulos más dramáticos –al menos, uno de los que más me ha impresionado desde que la veo– es el número 16 de la novena temporada: Coto de caza. En él se narra la historia de un muy particular club de cacería en el cual hombres pagan para cazar hombres.

Hecha la investigación de rigor, con el concurso de todos los criminalistas que acompañan a Horatio Caine, dan con el principal sospechoso. Sabiéndose acorralado, sin coartadas ni ninguna excusa plausible, el hombre admite su responsabilidad y, no obstante, trata inútilmente de justificarse: “Teniente, usted no entiende… Cuando se caza a un hombre… cuando se le mata… ¡es como una inyección de adrenalina que recorre el cuerpo y…”. Asqueado, Caine no lo deja terminar. “Quítenlo de mi vista”.

Esa inyección de adrenalina –me atrevo a especular– podría estar siendo la misma motivación de quienes se recrean asesinando niños, segando la vida de adolescentes, de muchachos en su tempranísima adultez. ¡De otro modo, no me lo explico! Empiezo a creer que hay un regusto en ese ver caer, abatido, el cuerpo frágil de alguien que, bien visto y por la envergadura de su cuerpo, no entraña peligro alguno.

Juro que no quiero hacer una defensa a mansalva de nadie. Juro que esto no se trata de tomar partido fanático por los muchachos que luchan en el flanco opositor. De lo que hablo es de una presunción: alguien está empezando a disfrutar el homicidio. Y no son precisamente los muchachos desarmados… Son los desalmados. (Ambien) Son los que entrenados y con pertrechos, saben bien el efecto que causan sus municiones… sean éstas cuales sean: o metras o balas o lacrimógenas.

Por quién doblan las campanas

Del muro de Facebook de Ana María Velásquez, tomo este texto. Lo tomo sin su permiso porque el suyo es un lamento generalizado. Es el mismo pesar de quienes no le encuentran justificación al asesinato gratuito: “Paso por donde mataron a Neomar, cerca de donde cayó Pernalete, doy la vuelta en la Base militar La Carlota para agarrar la av. Libertador, justo donde mataron ayer al joven Vallenilla.

Pienso que las calles serán por siempre de ellos, de esos muchachos héroes pidiendo libertad tras maniobras militares. Son rutas que me llevan a un lugar desconocido donde habitan serenas en su agonía las caras de estos niños asesinados. En ninguna he visto miedo, solo calma ante el dolor.

Me pregunto si será esto un ensayo del fin que a todos nos espera. Me pregunto cuándo la bala nuestra estará lista para el disparo. Recorro a diario calles que me susurran finales. He tomado la costumbre de vestirme de negro y de abrir la ventana a las almas para que entren al auto y no me dejen sola vagando en pena antes de tiempo”.

Encuentro en el texto de Ana María una reminiscencia del poema de John Donne. Seguramente, ella –como yo– tampoco conoció a ninguno de esos jóvenes asesinados, pero sí sabe que ninguna persona es una isla, que la muerte de cualquiera le afecta, porque se encuentra unida a toda la humanidad. Por eso, no se pregunta por quién doblan las campanas. Las campanas doblan por ti.

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Las opiniones emitidas en los artículos publicados en esta sección son de la entera responsabilidad de sus autores. Efecto Cocuyo.

Escritora y periodista venezolana. Licenciada en Comunicación Social y Letras de la Universidad Central de Venezuela. Jefe de la Cátedra de Literatura en la Escuela de Comunicación Social de la UCV....

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