Salgo a la calle, como todos los días, para encontrarme con una escena dramática tras otra. De un lado gente que escarba en la basura en busca de alimentos, de otro una madre rodeada de niños pidiendo ayuda para comer, un anciano con dificultad para caminar haciendo de limosnero, gente con mirada agresiva tratando de librar las dificultades de una sociedad que se nos muestra hostil, agresiva. Lejos han quedado los tiempos bucólicos de la ciudad de los techos rojos o esos, más recientes, en los cuales Caracas era la sucursal del cielo. A veces siento que estoy viviendo en la lógica de una Sin City que no es de ficción, que nos involucra a todos y en la cual todos corremos peligro.
Una estudiante de 19 años, casi una niña, me dice: “profe, la verdad es que no sé si voy a poder sobrevivir para graduarme”. Ella manifiesta su miedo ante una ciudad que se traga a sus hijos como si fueran sobras que se difuminan con la caída del sol.
Se trata de una ciudad sin héroes ni heroísmos, una ciudad de figuras famélicas, en la cual la gente pierde peso de manera sistemática y no es por exceso de ejercicio. Hay hambre, sin duda que la hay. Nos movemos entre la escasez y los altos precios de los productos que se consiguen. Se ha declarado la “guerra del pan“. Aunque parezca inverosímil, los venezolanos nos disputamos, en largas y aburridas colas, la disponibilidad de las canillas. Acá se toman panaderías y se convoca a consumir un “pan político”, al parecer la harina de trigo se amasa con ideología en estos tiempos aciagos que vivimos. Debe ser por eso que le encontré un sabor un poco extraño, quizás un poco acre.
Son tiempos complejos en los cuales se mezcla la destrucción institucional, la imposición de un autoritarismo populista que desprecia al ciudadano y que cienteliza, a más no poder, a la sociedad. Es claro que el carnet de la patria es, entre otras cosas, una forma de control social, que los CLAP son un mecanismo clientelar, que la renuencia a realizar elecciones es una limitación a los derechos ciudadanos. No vivimos en una sociedad decente. La verdad es que nos hacemos mucho daño, que de nada vale la palabra empeñada, que se han roto las dinámicas de solidaridad que eran comunes entre nosotros, que navegamos en la adversidad con la idea de que se salve aquel que pueda y nadie más. Acá hay mucha gente que dispara a mansalva.
Pero quizás lo peor de todo es que nos hemos convertido en una sociedad violenta donde prevalece el miedo, donde no hay confianza. Tendríamos, incluso, que preguntarnos dónde, ante tanta barbarie, ha quedado nuestran lógica civilizatoria. Es así que tenemos niñas que bailan sobre ataúdes en medio de una calle cualquiera, una referencia clara a la necrofilia. Niños que asesinan a militares, mineros del horror buscando oro en medio del Guaire. Todo en una gran representación de la moralidad perdida. La unica regla parece ser aquella según la cual todo vale.
Todo esto pasa mientras nos “hacemos los locos”; se trata de una sociedad indiferente en la cual la gente trata de escapar o simplemente “se hace la vista gorda”, deja de mirar la realidad, se le hace la cosa indifente, no le importa o se inventa una ficción a la cual aferrarse. Vivimos una dinámica medieval, un tiempo de rupturas que nos ha dejado bastante rotos y agotados.
Quizás por ello mismo hemos visto una disminución de las manifestaciónes públicas. Las protestas se han reducido no sólo por la represión, tambien por el hastío y quizás, adicionalmente, por la falta de alternativas ante esta realidad aplastante que nos lleva a hacer colas durante horas por gasolina o por un kilo de harina de maíz. ¿O es que acaso no es un exabrupto plantearnos, en este preciso momento, unas precandidaturas presidenciales para un proceso electoral que se encuentra aún distante? ¿Es qué acaso no habría que hablar de manera previa de un montón de otros asuntos relacionados con el bienestar de la gente?
Uno se asombra con el absurdo de quienes piensan que acá es suficiente con sustituir a la clase política gobernante para que todo se resuelva por arte de magia, como si fuese suficiente con convocar a los hados para que el destino cambie, como si estuviésemos navegando en un mar tranquilo. Acá hay mucha gente haciéndonos daño a lo que somos como sociedad. Yo creo que los peores son los ilusos y los iluminados, los que se creen herederos de la historia. Estamos rodeados de ciegos. Sin embargo hay que reconocer que acá hay elementos para escribir una gran historia de terror. ¡Stephen King gozaría un puyero!
Fotograma de la serie The Walking Dead