Hay un libro interesantísimo -cumplirá pronto 10 años de su primera edición- que intenta explicar las razones principales de la generación de prosperidad o pobreza en los países y, simultáneamente, ofrece otras tesis diferentes a las que usualmente se comentan en cualquier tertulia casual (y las refuta todas, por ejemplo, la cultura, las ubicaciones geográficas, las condiciones climáticas o que los ciudadanos o gobernantes son ignorantes). Se trata de la obra Por qué fracasan los países, la cual nos regala un análisis profundo -rescatando evidencia política y económica de centenas de años- para aterrizar una teoría muy convincente en cuanto al destino afortunado o fatal de las naciones.
En concreto, Daron Acemoglu y James Robinson -autores del libro- brindan una explicación sencilla y categórica para entender por qué unas sociedades terminan en la decadencia y otras son exitosas. Sin ánimo de arruinarles el entusiasmo por leerlo, solo les comparto la conclusión en general: los países que alcanzan el desarrollo o buenos niveles de bienestar son aquellos que crean instituciones políticas y económicas fuertes e inclusivas, en contraste, aquellos que carecen de estas instituciones se convierten en unas máquinas de producir caos y miseria. Evidentemente, entregan un sinnúmero de ejemplos para afirmar estos argumentos.
Así pues, dentro de todos sus razonamientos, hay uno que calza perfectamente con la situación venezolana: si el poder político no es limitado, se vive bajo instituciones absolutistas y hay un ejército acompañando este panorama, entonces no habrá incentivos para que los intereses de quien gobierna -y su séquito- no se mantengan y, por lo tanto, sigan gozando de las mieles del poder, pese a que la mayoría ciudadana viva en la pobreza.
En simple, ellos nos quieren decir que, si no hay nada que le impida a Maduro & Cía cometer arbitrariedades y enriquecerse a costa de la mayoría, desgraciadamente no se generarán los cambios institucionales (respeto a la propiedad, provisión de servicios públicos básicos, sistema de justicia imparcial, entre otros) que nos permitan construir una sociedad próspera.
Este análisis lógico aplica para el Congo, el fracaso de la Unión Soviética, la tragedia norcoreana, y ahora también a nuestra querida Venezuela.
Los autores enfatizan que, solo aquellos países que han sido capaces de construir instituciones que respetan los derechos a la propiedad y los contratos, fomentan la economía de mercado, facilitan la integración a la economía internacional, se asegura la ley y el orden, se incentiva la innovación, y se distribuye el poder político ampliamente con altas dosis de pluralismo, claramente logran establecer las bases de una nación rica.
Además, la materialización de lo anterior pasaría necesariamente por la aplicación de un conjunto de factores que, por cierto, exigen reformas profundas que definen los líderes políticos, puesto que las reglas que rigen nuestra sociedad son confeccionadas por la política (quién gobierna, qué se puede hacer con el poder, cómo se forma la ley, cuáles son las prioridades nacionales, cuánto invertimos en infraestructura, apoyamos o debilitamos el sistema financiero, etc.). En consecuencia, aquel que esté convencido de la expresión: «no importa quién gobierne porque igual tengo que trabajar», deberá preguntarle a un somalí, a una congoleña o a un haitiano si da lo mismo quien gobierne. O no vaya tan lejos, solo acérquese a Maracaibo o a Guasdualito. Y piénselo de nuevo.
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