Estimación poblacional de 33.192.835 habitantes para elecciones regionales, aprueba la AN del 6Dic
La Asamblea Nacional (AN) del 6 de diciembre aprobó la estimación poblacional al 30 de noviembre de 2021, de 33.192.835 habitantes, a petición del Consejo Nacional Electoral (CNE). Credit: @antv

Ya es lugar común escuchar la advertencia «cuidado, así empezó Venezuela», cuando escuchamos que determinado país quiere cambiar su Constitución. La deriva venezolana no tiene su explicación en la redacción de una nueva Constitución, que decidió redactar por allá en 1999, sino que, al contrario, precisamente por no respetarla es que estamos en esta crisis de nunca acabar.

En simple, Venezuela no se fue al carajo por la Constitución que tiene actualmente. Hacer un análisis en el cual se concluya que nuestro país cayó al barranco por las letras, puntos y comas de la Carta Magna vigente sería, por decir lo menos, deformar la historia.

Dirán que es un poco desproporcionado lo que afirmo, pero si revisamos en detalle el texto constitucional vigente, nos daremos cuenta de que ahí se plasma la separación de los poderes; la debida protección al derecho a la libertad y a la vida; la autonomía del Banco Central; el acceso a los órganos de administración de justicia; la indemnización a las víctimas de violaciones de los derechos humanos; la inviolabilidad del hogar y los recintos privados; todas las garantías relacionadas al debido proceso; la formación de las leyes; la protección a la salud, en fin, todos los principios y valores que permitirían -si se respetase su cumplimiento- a cualquier país vivir en sana convivencia y con un bienestar colectivo envidiable. Pero esto no es así, ya lo sabemos. La clave es responder por qué y probablemente encontraremos algunas razones, para entender que la Constitución no tuvo la culpa de nada. Empecemos.

El país se fue por un barranco cuando las reglas democráticas empezaron a parecernos que no eran lo más importante, sino que más bien eran un estorbo; cuando se expulsó a la técnica y la racionalidad del debate público; cuando nos acostumbramos a creer que la causa social era lo único que importaba para hacerla realidad (y al diablo el sustento económico real para mantenerlas en el largo plazo); cuando aceptamos que la voluntad de un caudillo podía estar por encima de la ley; cuando nos creímos el cuento de que la simple voluntad está por encima de la realidad para multiplicar el bienestar del país; cuando dejamos de preguntarnos cómo procesamos las demandas sociales respetando las mediaciones institucionales y los procedimientos normativos que nos rigen; cuando las fuerzas políticas solo deseaban aplastar al otro; cuando nos convencimos de que la política ya no era la decisión de convivir pacíficamente con el adversario, sino que la herramienta para exterminarlo (parafraseando a Ortega y Gasset); en definitiva, cuando la democracia perdió sus modales.
Así pues, una fiebre destructiva arrasó con cualquier señal de vida democrática y ahí la espiral devastadora fue imparable. Desgraciadamente, hoy la miseria está a la vista. Y todo por creer que las arbitrariedades podían justificarse si beneficiaba a mi causa o si representaba un fin noble y hermoso. Y todo por creer que el matonaje era el mecanismo perfecto, para resolver nuestras diferencias.

En resumen, tenemos una Constitución que contiene los derechos, deberes, principios, reglas y mínimos comunes para conformar una sociedad libre, armónica y equitativa, pero no sé en qué momento dijimos que esto no era lo fundamental, sino que mejor sería si nos saltábamos toda esa poesía y uno solo organizara este berenjenal; que nos iría espectacular si la voluntad de uno solo ordenaba nuestro proyecto de vida; y que, por cierto, lo mejor que podía pasarnos es que estuviéramos sometidos por un señor que interpretaba nuestros deseos -sin siquiera decírselo- antes que estar sometidos a las rugosas reglas.

Así pasó, aquí estamos, y no podemos echarle la culpa a la Constitución.

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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.

Economista con un Magister en Políticas Públicas. Colaborador de varios medios nacionales.