Vivián, Abigaíl, Zoilo y Lombardo son los protagonistas de la novela que, en 1948, escribió (siendo él mismo un adolescente) Andrés Mariño-Palacio (1927-1966). No es una gran novela sin embargo, en apenas 121 páginas, el autor recoge –a trancas y barrancas– el espíritu de una época y muestra el valor que le da a todas las cosas la audacia juvenil y el ímpetu de la pubertad. Mariño–Palacio, desde su recién dejada infancia, explora en esta obra temas que van desde la veleidad de la vida política hasta la crítica social pasando, por supuesto, por la exploración de la psiquis juvenil.

Los alegres desahuciados (LAD) es el retrato de un drama existencial: el que viven cuatro jóvenes en situación de desacomodo. Desacomodo con el mundo, con las coordenadas de su realidad circundante pero también –y sobre todo– en desacomodo consigo mismos. Están demasiado a merced de sus hormonas, de sus pulsiones, de su curiosidad sexual, de sus cambios físicos y emocionales. Dan por sentado que vivir es, esencialmente, estar dispuestos (y prestos) a morir como mártires de una decadencia sobrevenida. Viven en el filo de una katana, en el borde de una cornisa, en vilo frente a un precipicio. Se cuestan mucho. Se pesan demasiado.

De los cuatro, Zoilo –el más obsesionado con la muerte– una noche se dejó tragar por el mar para cumplir así su sueño de ser el más hermoso de los cadáveres. Una razón más que válida para ofrendarse en cuerpo y alma a la causa de la trascendencia: entrar joven, irreverente e insolente al camino de la eternidad…

Si ese es el precio, yo lo pago

En más de cincuenta días de protesta pacífica, muchos han muerto como consecuencia de la represión. No hay interpretación que valga. Ni siquiera importa lo que yo diga: hay un saldo en muertes, y eso no admite puntos de vista. Cada cadáver tiene un nombre, una edad, una familia y una escena del crimen. Ha habido tiros de gracia directos al triángulo de la vida: pecho, cuello, cabeza. Se han hecho disparos letales con una finalidad de exterminio. Los llaman crímenes selectivos.

Los muchachos que van a las manifestaciones saben que esto es así. Saben cómo funciona la represión. Saben que cuando se arropan con la bandera lo que se están poniendo podría ser también su mortaja. Saben que hay un precio que pagar y están dispuestos a pagarlo. De algún modo, estos muchachos son también alegres desahuciados. Sólo que su lucha no es por reprimir o canalizar un impulso sexual, sino una lucha por la libertad y por la restauración del orden constitucional.

Sumarse al contingente de una marcha es una oportunidad de oro para hacer trabajos de campo, exploraciones antropológicas y estudios sociológicos. Quien se atreva a platicar un poco con los chicos que se ubican justo frente al muro de la contención represiva descubrirá que la edad de esos muchachos oscila entre los catorce y los veintitantos. En promedio rondan los diecisiete, y la mayoría va al frente con miedo pero también con convicción. Y la convicción de un adolescente es de una temeridad suicida.

“Yo tengo diecisiete –nos dijo un muchacho el día de la marcha de los médicos–, estudio quinto año y quiero ser cantante, pero cantante aquí, en mi país… No quiero irme y vengo a apoyar la protesta para que en Venezuela otra vez se puedan hacer cosas… ¡Aquí ahorita no se puede hacer nada!”. Los padres de este chico saben que él va a las protestas. Tiene 5 hermanos. Unos menores. Otros mayores. “Todos están aquí”, nos dijo antes de seguir avanzando para unirse a ellos.

Requiem con escudos

Los llaman escuderos. Son los muchachos que, durante la protesta, se ubican en la vanguardia. Muchos de ellos son apenas niños. Su ímpetu es una mezcla de miedo, arrojo, temeridad, hambre, incertidumbre y deseo de cambio. Saben que el único salvoconducto es su propia vida, y aun así se dejan tragar por el mar “como postrados en un catafalco de humo”. (LAD, p. 65).

Con Mariño-Palacio parecen decir: “Marcharemos hacia la luz con la frente noble y sin arrugas, con el gesto reposado y suave, con el pecho erguido y victorioso. Sabedores de que somos los sacrificados, poseídos de nuestro propio dolor y del dolor ajeno […] Nuestra conquista es más grande, nuestra misión más poderosa. Marcharemos hacia la eternidad. Puede que la eternidad nos espere”. (LAD, p. 121).

En la ruta de un cambio hacia un país mejor, libre, democrático, y sin que el disenso tenga el estigma de la criminalización, la eternidad sorprendió con el impacto de la violencia la alegría desahuciada de Paola Andreína Ramírez, Elio Manuel Pacheco, Paul Moreno, Kenyer Aranguren, Joiner Mora, Stivenson Zamora, Juan Pablo Pernalete, Augusto Puga, Bryan David Jiménez, Luis José Alviárez, Carlos José Moreno, Manuel Sosa, Christian Humberto Ochoa, Kevin Steveen León, Daniel Alejandro Quéliz…

No es lo largo de la lista. Es lo grotesco. No es un inventario. Es un pesar. No es un balance. Es un lamento. No es una queja. Es un ya basta.

Escritora y periodista venezolana. Licenciada en Comunicación Social y Letras de la Universidad Central de Venezuela. Jefe de la Cátedra de Literatura en la Escuela de Comunicación Social de la UCV....

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