Pertenezco a ese afortunado grupo de personas que tuvo el privilegio de conocer a Michaelle Ascencio, pero no de conocerla como pude haber conocido a Juan Rulfo, a Gallegos, a García Márquez o a Jack Nicholson: a través de sus obras. No, a Michaelle la conocí de vista y de trato. Aparte, por supuesto, también conozco su trabajo. Más allá del regocijo que me resultó siempre verificar el despliegue de su carisma en un aula de clase, agradezco de ella su sensible don de gentes, su ética como docente y su sentido de pertenencia con respecto a su tierra de origen y al país que la adoptó.
Venezolana por elección, Michaelle Ascencio nació en Haití, donde emprendió estudios de Etnología. En la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, obtuvo un doctorado en Etnología y Antropología. Su obra escrita comprende no solo ficciones (casi todas con una marcada impronta intrahistórica), sino también ensayos propios de su disciplina como estudiosa de los aspectos físicos y las manifestaciones sociales y culturales de las comunidades humanas.
Por estos días, he tenido a Michaelle muy presente. Sobre todo, por sus ensayos basados en la revisión del comportamiento religioso de los pueblos (particularmente, del haitiano y del venezolano). Estoy hablando de que una serie de circunstancias –no sé hasta qué punto fortuitas– me han hecho revisar títulos como Entre Santa Bárbara y Shango (2001), Las diosas del Caribe (2007) y De que vuelan, vuelan (2012).
Palabras de Michaelle
Willy Apollon, Lydia Cabrera, Mircea Eliade, Manuel Marzal, Alfred Métroux, Emmanuel Paul y Josep M. Murphy, entre muchos otros, han explorado la relación del hombre con su entorno espiritual, con su religiosidad, con las fuerzas de su imaginario, con los atavismos de su memoria y con la ancestral polaridad vida-muerte.
En esa exploración, y en el caso particular de estos autores, el vudú es un tópico relevante. Lo es, entre más, porque hay un aspecto de esta religión que se reserva un espacio intermedio entre lo vivo y lo muerto, que es el estado de zombificación. Una definición sencilla dice que un zombi es un muerto-vivo. Es, en palabras de Michaelle Ascencio, “un esclavo absoluto, es el ser alienado por excelencia, desposeído de su voluntad y obligado a trabajar para siempre para su amo”, Las diosas del Caribe, p. 92).
El vudú es, no obstante, algo más que una antología sobre el zombi y sus diversos tipos: es un entramado de creencias que, como toda práctica religiosa, tiene sus dogmas, sus rituales y sus condiciones. Y, según la coincidencia de varios investigadores sobre la materia, un disparador de las prácticas ceremoniales de esta religión –originaria del África negra occidental– es el miedo: el miedo a permanecer en la pobreza y la carencia, por una parte, y el miedo a perder la riqueza y el poder, por la otra.
Para todo el bien y para todo el mal que se quiera hacer con el vudú, el hombre cuenta con el concurso de más de treinta y cinco loas. Las loas son los espíritus (o dioses) que median para favorecer la salud, la agricultura, el amor, la prosperidad, la amistad, el buen consejo y el comportamiento de la naturaleza en el furor de todas sus fuerzas. No todas las loas son iguales ni se prestan para lo mismo. De hecho, están divididas en dos categorías: están las loas Rada (cuyo nombre viene de la ciudad Aradá, capital del antiguo reino de Dahomey) y están las otras (las que ocupan un panteón aparte) nacidas en el mismísimo territorio haitiano.
Vade Petro
En las antípodas de las loas Rada, están las loas Petro (belicosos, especialistas en la magia y bajo cuya advocación se hacen todos los conjuros y hechizos). Como lo advierte Ascencio, “Los dioses Petro sugieren inmediatamente la idea de una fuerza implacable, dureza y ferocidad […] todos los encantamientos y la hechicería se hacen bajo el control de un Petro. Se dice que entre las loas Petro hay algunos diablos <
La ortografía de la palabra Petro es variable: igual se puede escribir Petow que Pethro. Se escriba como se escriba, lo importante es no olvidar lo que dijo Orlando Araujo en su libro Lengua y creación en la obra de Rómulo Gallegos: “La palabra goza de singular mimetismo: se tiñe del color del alma donde acaba de anidar y ofrece a la mirada escudriñadora no pocos rasgos ocultos de quien habla, la palabra es la medida del hombre y la que ha de revelar al oyente la verdadera dimensión personal del quien tiene ante sí”. (p. 199).
Sí. Últimamente he estado evocando a Michaelle Ascencio y su obra, pero lo que me inspiró a escribir este artículo fue un comentario que, respondiendo a algo que dijera el periodista Nelson Bocaranda, el señor Pedro Mario Burelli escribió en su cuenta de Twitter. El tuit en cuestión decía lo siguiente: “Nelson, luego de que se les cerró la posibilidad de usar Pdvsa para lavar miles de millones de dólares […], no les quedó más remedio que tratar de lavar todo ese dinero […] en un esquema cambiario y monetario diabólico”.
No sé si el señor Burelli estaba pensando lo mismo que yo. No sé si él también andaba recordando a Michaelle Ascencio pero, en concordancia con lo que dijo Orlando Araujo, a mí me basta ver el énfasis y la gestualidad del presidente Maduro cuando se refiere a la criptomoneda venezolana. Siempre digo ¡Vade Petro! Porque yo no creo en brujas… ¡pero de que vuelan, vuelan!
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