El siglo XXI contrario a lo que muchos pensábamos nos está resultando verdaderamente prolífico en desafíos con relación a la convivencia democrática. Una era con tanto desarrollo en materia científica y tecnológica, con avances nunca vistos en materia de comunicación virtual e instantánea -que permite no solo la conexión individual sino la exposición en múltiples sentidos direccionales que teóricamente- debería propugnar un mayor impulso a la democratización del mundo, además de poder dar voz a quienes nunca la tuvieron, pero que a su vez está permitiendo que surjan organizaciones criminales que impactan negativamente a la opinión pública internacional.
Los conceptos de posverdad, pospolítica y posdemocracia parecieran contribuir a mantener una “formalidad” institucional en lo que se refiere al funcionamiento de la democracia en el sentido clásico del término. Sin embargo, promueven una “realidad paralela” que da origen a prácticas autoritarias y a una “desmovilización” de la opinión pública enfocada hacia los contrapesos. Esa “poslegitimidad” está causando estragos por el mundo entero. Se está convirtiendo en un verdadero dolor de cabeza para poder resolver las diferencias políticas de forma constitucional y legal como debería ser en Estados organizados bajo la forma democrática. También es cierto que se realizan elecciones periódicamente, pero no significa que el tono o el ruido alrededor de las visiones diferentes, disminuya o se procese debidamente, sino más bien, aumenta porque en muchos casos, estos procesos comiciales no se realizan ajustados a estándares internacionales mínimamente aceptados.
La poslegitimidad está creando una “legitimidad paralela” que distorsiona el verdadero sentido de la participación y que solo reconoce una parte de la verdad a un grupo que –fanáticamente y no de manera partidaria o militante- respalda a un líder y no a un sistema institucional. Resulta paradójico que en pleno siglo XXI, con argumentos traídos por los cabellos, tengamos “pseudoleyes” y “pseudonarrativas”, a decir de Moisés Naím, que con mucha vaselina van entrando en los imaginarios colectivos y vienen siendo aceptados a pies juntillas por muchas poblaciones, que inclusive tienen tradición democrática por décadas; generándose un debilitamiento de los apoyos ciudadanos hacia la forma democrática de gobierno y relacionamiento social.
Como vemos, los desafíos son cada vez mayores en relación al sostenimiento de la democracia en todo el mundo. Lo más delicado del asunto es que la poslegitimidad pasa por ser tan “real” que los ciudadanos terminan creyendo que forma parte del paisaje clásico de la democracia y no un elemento perturbador que se inscribe en la polarización y el populismo. Los aspirantes a autócratas disfrazan sus prácticas de poder usando legitimidades paralelas para mostrar una cara angelical y democrática para no ser tildados de dictadores o falsos demócratas. Con ello, van socavando los valores de la convivencia apegados a sistemas institucionales con pesos y contrapesos estimulando el fanatismo bajo una aparente “normalidad”. Sin duda, debemos estar cada vez más atentos a este tipo de fenomenología de poder que contraviene totalmente a la democracia.
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Del mismo autor: La política de la posverdad