Rafaela Baroni. Crédito: Irama Gómez

Rafaela Baroni, artista popular venezolana recién fallecida, anduvo siempre tentando a la muerte.  “La mortuoria” fue una de sus performances más impactantes, pero lejos de ser una artista del Thanos, Rafaela cantó, dibujó, talló, representó al amor. Lo vivió intensamente. El amor fraterno, sí, pero otra de sus notables performances, “El matrimonio”, la inspiraba Eros, el disfrute.  “A mi me gusta divertir a la gente”, decía. De eso hizo su vida, su obra.

Una vida hecha obra

Pudiera sonar en lugar común el subtítulo de este párrafo, pero no. Sirve para decir que por sobre las tallas, pinturas, dibujos, poesías, canciones, representaciones que hicieron artista a Rafaela Baroni y por lo que le concedieron varios premios nacionales, fue su vida, su personalidad, la que define su obra. Un derroche de imaginación.

Rafaela nació a pocas horas del día de los muertos, en noviembre, por allá, donde comienza la cordillera andina venezolana.  A pesar de provenir de una familia de abolengo, la que desciende del General Juan Bautista Araujo, presidente de los tres estados andinos en los tiempos de la Federación, y de lo cual ella se ufanaba, más le gustaba decir que había nacido “sin canastilla”, que la madre, María, había tenido que pedir ropita para abrigarla.  Dramáticamente, ese comienzo está logrado.

Siendo niña sufrió un ataque de catalepsia. Murió Rafaela, la chiquita de Doña María, se dijo en Jajó, el feudo de la familia. Mucho llanto y mucha gente en el velorio hasta que la liviana urna comenzó a moverse, Rafaela se inclinó y “todo el mundo salió espantado, pero mi mamá a no. Ella se desmayó al verme regresar de la muerte”.  Al día siguiente, Rafaela era la niña milagro y la milagrosa.  Desde entonces, se dedicó a asistir a  moribundos, a acompañarlos para el buen morir.

Rafaela murió, cataléptica, como dos veces más y resucitó, por supuesto. Sus narraciones sobre los encuentros con la virgen durante el tránsito eran de gran riqueza imaginativa. Escucharlas permitían comprender el goce del morir.  De una de esas muertes regresó llamándose Aleafar, Rafaela al revés, 

La obra, la vida de Aleafar no solo la dedicó al culto de la muerte, también del amor.

Los amores de Rafaela

“A los 11 me enamoré por primera vez.  Fue de un leñador que venía al pueblo. Nunca nos hablamos, solo nos dejábamos papelitos debajo de una teja”, contaba.  “Esos amores no duraron, poco tiempo después lo vi montado en un carrusel que vino al pueblo con otra mujer. Se me nublaron los ojos y no quise verlo más” pero eso no la marcó. Rafaela siguió divinamente enamorada toda su vida.

Se casó tres veces. Primero, jovencita, con el padre de su hijo y de su hija.  Se divorció, lo cual ya la hacía mujer de vanguardia en su época.  Después se casó con quien compartió la plenitud de su vida y la tercera vez, cuando ella, viuda, tenía 73 años, y el nuevo desposado, 37. Poco duró esa relación. Rafaela lloró mucho, pero, segura como era en el arte de amar, me dijo: “No te preocupes, ya llegará otro enamorado”.  Pocas semanas después, otro hombre joven, enamorado de ella toda la vida, tocó a su puerta.

Rafaela fue una mujer creativa, hacendosa, trabajadora, coqueta.  Una enamorada del amor.  No en vano, se casó 23 veces más, pero de mentira, en sus representaciones de “El matrimonio de Alefar”. Cada exposición de sus obras incluía una boda con quien fuese: el vigilante de sala, el director del museo, un amigo, un vecino. Conmigo se casó tres veces.

La primera de esas bodas fue en el entonces Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, bajo la dirección de Sofía Ímber.  Esa también fue la primera vez que una representante del llamado arte popular expuso su obra en ese museo.

Los reconocimientos a Rafaela

Rafaela ha debido morirse satisfecha porque en vida se le reconociese el valor de su obra, o sea, de ella.

A pesar de ser categorizada como artista popular -un eufemismo para referirse a artistas “ingenuos” quienes no han tenido formación académica, por lo general, pobres socioeconómicamente- Rafaela sentía orgullo por esa denominación, por el premio nacional que le otorgaron en esa categoría y algunas exposiciones a las que se invitaba.  “Artista plástico no me gusta que me llamen. Es como si uno fuera un objeto”.

No tuvo oportunidad de representar al país en eventos internacionales, uno de sus sueños. Sin embargo, cuando solicitó ayuda para atender su salud -frecuentemente accidentada- consiguió apoyo, tanto en tiempos de la democracia que antecedió al chavismo, como después.  Fue un ser querido, admirado, por quienes la conocieron. Su vida, toda una excentricidad, fue respetada.

Rafaela siempre quiso que la enterraran en el ataúd que ella misma se hizo y guardaba en su habitación junto a la mortaja bordada y cosida con sus manos, y que su cuerpo reposara en la capilla que construyó en el jardín de su casa-museo en Betijoque, estado Trujillo. Su deseo fue respetado por su familia y las autoridades locales. Queda que ese apoyo se siga prestando para que “El Paraíso de Aleafar” perdure para las nuevas generaciones.

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Del mismo autor: De marzo a marzo

Leoncio Barrios, psicólogo y analista social. Escribidor de crónicas, memorias, mini ensayos, historias de sufrimiento e infantiles. Cinéfilo y bailarín aficionado. Reside en Caracas.