Vivir en Venezuela no solo es estar en riesgo, sino en vilo o un poco más: vivir aterrorizado por lo que está pasando y por lo que puede pasar. Día y noche. Día tras día, sin fin. A eso, agreguemos el peso de los inconvenientes cotidianos. La suma es agotamiento. Gente agotada produce poco o nada o le cuesta el doble hacerlo; con sus excepciones, claro.
A finales de agosto se esperaban medidas económicas por parte del gobierno de Venezuela. En un país con una economía no solo en crisis, sino colapsada donde algo tan básico como comer es dificilísimo y que el dinero te alcanza para muy poco, cualquier anuncio en esa materia genera más expectativas que cuando un Presidente en un país “normal” anuncia medidas económicas.
La mañana previa a los anuncios, telefoneo a una amiga y al saludarla, responde: “Aquí, con miedo por lo que viene”. Mi sorpresa por su respuesta se tradujo en silencio. Me increpa: Y tu, ¿tú no tienes miedo?. Me increpé a mi mismo: ¿debo tener miedo? Lo pensé, no lo sentí. Y mi amiga agregó: “Las noticias pueden ser como un sismo”. A los sismos hay que temerle pueden producir catástrofes, me dije.
Y, en efecto, esa noche los anuncios presidenciales fueron como un sismo: otro valor de la moneda, otros salarios, otra forma de cobrar, otra de pagar, otra de vivir. Quizás, peor.
Si tú no vives en Venezuela no sabes lo que es enfrentar eso. De la noche a la mañana de expresarnos en cifras en millones pasamos a unidades, decenas y centenas. Reseteo no solo de los cajeros automáticos, de precios, sino en la cabeza, en el habla de cada quien. Cuesta. Así, como costó cuando las monedas nacionales europeas se convirtieron en euros. Con el agregado de que ahora nos cuesta más pagar en los nuevos montos, porque si antes no nos alcanzaba, ahora menos.
Entonces, se me ocurrió preguntarle a mis amigos de FB –gente con alguna solvencia económica, adultos razonables, casi toda opuesta al Gobierno, que no representa estadísticamente a nadie pero que dice algo- su reacción ante los anuncios económicos y predominó lo que mi amiga me había dicho: miedo, angustia ante la incertidumbre. También sensación de pérdida, confusión, de estar en el aire (y después caer). Sorpresa, incredulidad, desconcierto, mudez, inquietud: ¿todavía mas?.
Muchas expresiones de agotamiento, impotencia, desesperanza, fastidio; sinónimos de abatimiento. Pocas de fortaleza, esperanza, serenidad, templanza, compromiso. Algunas de rabia, indignación, tristechera o frustrachera (tristeza o frustración con rabia, para los no iniciado en esta neolengua venezolana) que dicen de un cierta disposición a actuar.
En el conjunto de quienes me respondieron encuentro lo que en psicología social llamamos “desesperanza aprendida”, cuando la gente cree que ya no hay nada qué hacer porque otros, con más poder, llámese Gobierno o deidad, deciden por ella. Eso también lo percibo en las calles, en el Metro, en los decires.
Si se comparan esas expresiones con la atmósfera en el país hace apenas un año, cuando las protestas de calle del 2017, las conclusiones son claras.
En el país estábamos en plena consternación por los anuncios económicos y viendo cómo adaptarnos a ellos, cuando a la tierra se le ocurrió temblar de verdad-verdad. Y mis amigos y amigas me dijeron de su incredulidad ante el temblor y del pánico cuando lo reconocieron pero otros, sorprendentemente, permanecieron tranquilos o no lo sintieron a pesar de los 7 puntos en la escala Ritcher y que duró la eternidad de un minuto. Parece que a eso hemos aprendido.
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