La boleta de excarcelación de Antonio Urbina llegó al reclusorio varonil Oriente el 24 de septiembre a las 10:30 de la mañana. Ese mismo día, diez minutos después, llegó la boleta de Coral Rojas, esposa de Urbina, al reclusorio femenil Santa Martha, ambos en la Ciudad de México.
Ahí venía la noticia más esperada por la pareja venezolana. Los tribunales mexicanos no encontraron elementos de convicción para mantenerlos presos por la supuesta comisión de un fraude procesal, la acusación que interpuso el Colegio Westhill -en donde estudió su hijo mayor- luego de que esta pareja demandara a la escuela por negligencia educativa.
Antonio estuvo ansioso todo el día. Por un lado, el papel representaba el fin de un litigio que comenzó la pareja en una instancia civil en contra del Colegio Westhill y que prolongó este colegio en instancias penales. Esta situación los llevó a la cárcel desde diciembre de 2014. Pero por otro lardo, la boleta de excarcelación no tendría un efecto inmediato.
Previo a tener plena libertad, Antonio y Coral tendrían que pasar por una estación migratoria, un lugar coordinado por el Instituto Nacional de Migración en donde los extranjeros permanecen, de manera provisional, mientras las autoridades revisan la situación migratoria para proceder a la repatriación, deportación o la regularización. Un rumor decía que esa validación podía tardar de doce a quince días. La ansiedad de Antonio empeoraba.
Una camioneta lo condujo desde el reclusorio varonil de oriente hasta la estación migratoria Iztapalapa, mejor conocida como Las Agujas, ubicada en el DF. Él iba montado en “la perrera” o “la jaula”, la parte de atrás del vehículo que no tiene ni ventanas, ni luz.
Al llegar a la estación migratoria, lo despojaron de algunas de sus pertenencias, como el desodorante y las trenzas de los zapatos. “Todo mundo dice que no es una cárcel, pero se parece”, dice. Lo llevaron hasta una habitación con cuatro literas y solo un huésped, otro venezolano.
Antonio, en el área de hombres, y Coral, en el área de mujeres, pasaron el viernes en la estación migratoria a la espera de que las autoridades validaran sus pasaportes y sus formas migratorias. “Nos habían dicho que el proceso iba a ser rápido”. Así fue. Al día siguiente, en la tarde, Antonio escuchó que alguien mencionó su nombre: “Urbina, recoge tus cosas que te vas”. Pasó a un cubículo en donde estaban sus abogados. Minutos después, entró Coral. “Le di un beso en la frente y me volví a sentar”, recuerda. “No te permiten ningún contacto físico”.
En breve, les devolvieron sus pertenencias, como sus pasaportes y sus formas migratorias. A Antonio le devolvieron las trenzas de sus zapatos. A las 6:30 del viernes 25 de septiembre, Antonio y Coral regresaron a la Ciudad de México a ver a sus hijos.
Este fue el primer fin de semana en libertad de esta pareja. Antonio hace un recuento de su último día en la cárcel en una llamada por Skype. Está sentado en una habitación de su departamento en la Ciudad de México. A lo lejos, se oye a los niños jugando, los ladridos de Olivia -la perrita de su hijo mayor- y el repique del teléfono una y otra vez. Antonio luce más delgado que la foto que circuló por los medios de comunicación anunciando la noticia de su presidio. En las primeras semanas de cárcel casi no comía. “Pero cuando aprendes a vivir ahí, tienes que comer para meterle lógica y conciencia al asunto”.
Una de las mayores preocupaciones que tenía Antonio sobre el recuentro con su familia era la reacción de Alan, el más pequeño de sus tres hijos. Cuando la pareja fue detenida, el pequeño tenía dos años. Hoy tiene dos años y diez meses. Temía que el pequeño no lo reconociera. “Cuando me vio, se me quedó viendo como diciendo ‘¿quién es este’? Pero poco a poco se le ha pasado”, dice. En ocasiones, durante esta entrevista, el pequeño Alan entraba a la sala de la computadora para pedirle a su papá que jugara con él. Isaac y Emma, sus otros dos hijos, también paseaban cada tanto por la sala a ver qué hacía su papá.
Otra de las angustias de Antonio es el futuro. El panorama aún no está del todo claro para esta familia. Pese a que tienen 6 años viviendo en México, que dos de sus tres hijos nacieron en este país y que Antonio conservó su puesto de trabajo durante su presidio, la vida en México proyecta más angustias. Ahora entiende -dice- la paranoia con la que viven los que salen de la cárcel. La opción de buscar otros horizontes no está descartada. Quedarse en México es tan difícil como irse.
Por los momentos, Antonio y Coral concentran sus energías en recuperarse física y emocionalmente y en disfrutar el tiempo perdido. Todas las noches, desde que regresaron a su hogar, en una cama de dos duermen cinco.
No celebro que ambos fueran encarcelados, pero para nada. Parece que algo así tenía que ocurrir para que ambos supieran que en México las cosas son más difíciles de lo que se cree. Por otra parte, no entiendo que ocurrió, ¿a raíz de demandar a un colegio, los demandados sufrieron prisión. Cabría demandar a esa Institución, que más parece una escuela hitleriana que un instituto educativo.
Los hicieron aterrizar. lo mejor es que se vayan y regresen a Venezuela, donde le presidente maduro inicio un programa de reinserccion de exconvictos